31.3.09

Las gaviotas quieren conquistrar el mundo. Parte 20.

Vos cuántas narices tenés?




La alegría de encontrarla fue fugazmente efímera al ver que su mano se entrelazaba con la de otro, que no era yo. Finalmente conocía a Gianluca, o como se llamara. Ella no me vio; él creo que sí pero debió haber pensado que yo era un israelí o un sudaca más del millón que van a su continente a buscarse la vida sin siquiera imaginarse que, un par de noches atrás, su chica me había contado, mirándome a los ojos que, a diferencia de Madrid, en el puerto de Trieste, la noche es tan oscura que hay veces que se ve como si llovieran estrellas fugaces.


Caminaron rumbo a Lavapies y yo, movido por el mismo extraño impulso que me hace asomarme a espiar los departamentos de los vecinos de mi mismo piso cuando su puerta está abierta, decidí seguirlos. A las dos cuadras, frenaron frente a un puesto ambulante. Un chino vendía anteojos truchos. Él se los probaba y ella, con caras, le daba su opinión al respecto de cada modelo que él elegía. Aún no estaba convencido si dejarme ver o no, pero supuse que lo más atinado sería lo segundo. Me apoyé contra la vidriera de una farmacia, a unos cinco metros de distancia, intentando mimetizarme con el paisaje madrileño; lo cual a esa hora y en ese barrio, no era complicado. Él elegía los modelos más extravagantes para hacerse el gracioso. Se los ponía mirando para abajo, ocultando el rostro y cuando ya los tenía calzados daba media vuelta y se los mostraba a Caterina con alguna cara que potenciara la ridiculez. Cuando por fin encontró unas gafas que le gustaran y también a ella, saludó al chino entregándole un billete y dio media vuelta, sonriendo orgulloso con sus anteojos nuevos, con su hermosa chica. Se los dejó puestos aunque fueran las doce de la noche. Pasaron frente a mí y no pude evitar bajar la cabeza. Supongo que tuve miedo que ella se sorprendiera demasiado al reconocerme y que él descifrara el por qué de esto. No tenía nada de ganas de ponerme a pelear, menos bajo la lluvia.

Pasaron frente a mí y los seguí, cabizbajo, con la mirada. Doblaron en la esquina y yo también, un minuto después. Me pregunté cuantos metros serían los prudentes para no ser descubierto, pero entendí que no tenía experiencia suficiente en persecuciones, en ser tan enfermo. Llovía y ellos jugaban a no pisar los charcos mientras yo miraba la bucólica escena desde atrás, autoflagelándome.

Afortunadamente, después de dos cuadras de seguirlos tuve la posibilidad de abstraerme, de observarme desde afuera y descubrir que el cuadro que estaba protagonizando era ya demasiado patético. Entonces desaceleré la marcha, como si hubiera sido un lemming que rumbo al precipicio hubiera tenido una epifanía y hubiera recapacitado que la vida vale la pena. Me acordé de Alterio en Caballos Salvajes; gritando junto al acantilado esa cursilería. Me quedé ahí, bajo la lluvia, pensando en los lemmings y viendo como ella y él doblaban la esquina, de la mano. Por qué motivo esos simpáticos roedores noruegos decidirían suicidarse; caminar todos juntos, en procesión, rumbo al acantilado y saltar al vacío.

Pero todo esto no se lo conté, claro. Ni lo de los lemmings ni que los había seguido. Decírselo no se si hubiera sumado algo o no. Tampoco pretendía averiguarlo; no fue ello lo que me había impulsado a hacerlo. Aparte ahora era yo el que caminaba junto a ella por Madrid y Gianluca, en un bus rumbo a Santander. Entramos al mismo bar de la vez pasada. Al fondo, en el pequeño escenario, el gordo con su guitarra. A su lado no estaba el barbudo sentado sobre el cajón peruano. Se notaba su ausencia; como si en Simon & Garfunkel faltara Simon, o Garfunkel. El gordo cantaba el tema en la que Amalia lo había abandonado, pero sin la percusión ni los coros del barbudo. La canción parecía mucho más pobre, tenía la potencia de la música que escuchan los taxistas por la madrugada en sus estéreos. Nos sentamos junto a la barra y como si Caterina hubiera sabido en que estaba pensando, le preguntó al barman:

- Oye Javier, y el barbudo? Qué ha pasado que no está? Ya le ha devuelto toda la pasta al dueño?
- Que va, chavala. No te has enterado? El muy cabrón se ha suicidado.
- Qué me estás contando?

- Que sí, no te vacilo. Se ha tirado del puente que está cerca de la catedral.
- Qué dices? No te lo creo; si el ayuntamiento ha puesto unos paneles de seguridad…

- Ya; pero el muy hijueputa ha roto con un tacho de basura la vidriera de una ferretería que estaba a dos cuadras y se ha robado una escalera. Caminó cargando la puta escalera las dos cuadras, la apoyó en los paneles, subió y saltó…

- Joder tío, que fuerte… y ha caído sobre algún auto?


La canción terminó y el gordo se sonó la nariz con un pañuelo. Creo que tenía los ojos llorosos. Se escucharon algunos aplausos dispersos.

- Muchas gracias. Esta próxima canción se la quiero dedicar a Pedro, mi compañero, que ya no está entre nosotros…


Alguien llamó al barman y éste se dio vuelta y se dirigió hacia la otra punta de la barra como si hubiera sido un surubí del Paraná que ha mordido un anzuelo y el pescador comenzara a enrollar la tanza desde arriba de su lancha.


- Te das cuenta, Juan? No te parece incredibile?

- Incredibile? Tu español ha involucionado…

Se excusó diciendo que hacía mucho no lo practicaba por estar con Federico y sólo hablar italiano.

- Con quién?

- Con Federico, mi novio…
- Pero…

- Pero qué?

- No, nada…


El barman nos trajo dos vasos grandes de cerveza y un platito con aceitunas. Ella dijo que amaba las olivas, que podría alimentarse sólo a base de ellas. Después me contó que la noche anterior, había fumado "
paquito" con su novio .

- Paco?!
Sabés lo malo que es eso?
- Qué cosa?
- El paco!
- Paquito chaval; que paco ni que ostias...

- ...
- Ya. Cierto que eres un niñato ingenuo. Le dicen paquito por que es hachís de Pakistán, el mejor del mundo.

- Já...
- Já qué?
- Nada, yo pensé que era otra cosa...
- El único problema es que cuando estás colocado, te vuelves extremadamente sincero.
- Y qué es lo malo en eso?

Y ahí me contó que en un ataque de sinceridad, mientras fumaban, le había contado a él cómo nos habíamos conocido. También le confesó que me echaba de menos; que yo era diferente, inocentemente tierno o algo así. Creo que me puse colorado porque sentí como que se me calentaba la cara. Ella me estaba diciendo no se que más de Federico, cuando apoyé mi dedo índice sobre sus labios y le pregunté si por favor podía evitar hablar de su novio; que prefería que me contara de su pueblo natal, donde llueven estrellas fugaces, allá cerca de la frontera con Eslovenia. Sonrió.


Era sábado a la noche y eso se percibía en el ambiente del bar, en la calle, en las caras de las personas. La gente estaba como excitada, como sabiendo que los esperaba una larga noche, que cualquier cosa podía pasar. Escuché un celular sonando adentro de su cartera.


- Tu celular…

- Qué cosa?
- Tu teléfono; está sonando.
- Ah, el movil… ya…

dijo sin atinar a atenderlo, mientras se terminaba su cerveza. En los cinco minutos siguientes habrá sonado unas ocho veces. A la novena y mientras una nueva tanda de cervezas llegaba, resopló, abrió la cartera y sacó el teléfono. Sin siquiera abrirlo para fijarse quien llamaba, le sacó la batería.

- No es más fácil apagarlo?
- No me toques las narices…
- Qué significa eso?

- No significa nada. Le saco la batería porque se me canta la polla.
- No, lo de tocarte las narices.
- Ah, pues eso… Que no me toques los cojones, que no me vaciles.
- Y porque narices y no nariz, en singular. Vos cuántas narices tenés?
- Termina tu cerveza que nos vamos…


13.3.09

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 19.

Tienes caballo?



No contesté porque yo sí la había visto, la noche anterior.


Lloviznaba. Mi tío no estaba en el departamento y aproveché para escuchar música fuerte. Había comprado una botella de agua tonica para mezclarla con el gin de mi tío. En un momento consideré cenar, pero luego de unos vasos se me fue el hambre; el espacio reservado para unos ravioles a la bolognesa ocupado por gin tonic. Mientras tomaba, escuchaba un compilado de shoegaze que me había venido de regalo en una revista de música. My Bloody Valentine, Jesús & Mary Chain, Lush. Afuera llovían gotas de agua; adentro, distorsiones de guitarras. Rasguidos plagados de flanger, reverb, chorus. En casi ninguna canción se podía distinguir claramente la voz. Era como un instrumento más; todo en el mismo tono. Capas y capas de sonidos, una encima de la otra. En el cuadernito del cd leí que el nombre del género no provenía de una característica netamente musical de las bandas que integraban el estilo; sino porque los integrantes de estos grupos en sus shows, solían tocar mirando para abajo, indiferentes a su audiencia; los ojos clavados en sus propios zapatos. De ahí el nombre. Con tantos efectos quizás tenían que mirar todo el tiempo las pedaleras, pensé.


Cuando se terminó el disco y la tónica, me dieron ganas de salir afuera. Pero llovía. El alcohol que ya hacía algo de efecto me envalentonó y pensé qué no habría mejor plan que bajar los 6 pisos que me separaban de la calle y caminar, bajo la llovizna, mirándome las zapatillas. Me puse la campera y salí. A los pocos metros ya me habia dado cuenta que mirar mis propios pasos era más interesante de lo que creía. Con los faroles reflejados en los charcos de la lluvia, se generaba un plano detalle muy lindo. Las luces temblando cuando mis adidas marrones pisaban el agua. Pensé que eso sería un buen recurso para el videoclip de una banda de shoegaze. Luego recordé que era un poco tarde para eso, que el shoegaze había sido un género tan efímero y noventoso como el grunge, como El Cuervo. A las pocas cuadras empezó a llover más fuerte. No tenía paraguas. Efectivamente la gorda dueña del Pepo había tenido razón cuando me había dicho:


- Es que nunca sabes como será con este clima madrileño de los cojones. Cuando parece que no va a caer ni una gota, llega el puto diluvio universal con Noé, su barca y todos sus jodidos animalitos dentro…


Vi la boca de una estación del metro y decidí refugiarme ahí hasta que parara un poco. Una vez adentro se me ocurrió que por un euro con cuarenta podría viajar por debajo de todo Madrid, hasta que parara de llover. Sería más divertido que quedarme ahí parado, mirando como la gente entraba y salía de los vagones, cruzaba el molinete. Me pareció una buena idea. Compré un ticket y me subí. Viajé desde Pirámides hasta Chueca. Había poca gente; por las ventanas no se veía más que paredes negras, algún caño. Además del paraguas, me había olvidado en casa el morral con el mp3 y el libro de Murakami que estaba leyendo. En definitiva, me estaba aburriendo. Decidí hacer la combinación con la línea celeste hasta Tirso de Molina, bajarme ahí. Quizás ya había parado de llover. Un yonqui dormía sobre unos cartones en la salida del metro. Cuando pasé al lado suyo, abrió los ojos.


- Oye…

- …

- Oye, tú!

- Yo?

- Sí, tú. Tienes caballo?

- Ah?

- Caballo chaval; que si tienes caballo?


Cuando cumplí diez años mis padres me regalaron una yegua. Era marrón y se llamaba Tostada. Yo le quería poner Mafalda pero ya venía con ese nombre y según mamá no se lo podía cambiar. La habían comprado barata porque ya había tenido varias veces cría y estaba media baqueteada. Ya casi ni galopaba. Junto con la Tostada también compraron un caballo blanco con algunas manchas marrones. Se llamaba Tobiano. Al Tobiano no me lo dejaban andar porque decían que no era lo suficientemente manso para mí. Según el que se lo vendió a mi mamá, había sido usado para llevar un sulqui y tenía la mandíbula mucho más dura que los caballos comunes. Una siesta, cuando mamá dormía, le puse un freno y, sin montura, me fui a andar. Duré menos de cinco minutos. Apenas le taloneé las costillas empezó a galopar y ya no lo pude parar. Aunque le tiraba el freno al máximo para atrás, ni se inmutaba. Ahí entendí lo de la dureza de la mandíbula que decía mamá que le había dicho el que se lo había vendido. El caballo corría conmigo arriba como si hubiera estado participando en una carrera en un hipódromo de Dallas y un estanciero de nombre Mc Wayne hubiera apostado un millón de dólares a él; cosa que el caballo, de alguna forma, sabía; al igual que sino ganaba esa carrera sería ajusticiado con perdigones despedidos de las escopetas de Randy y Josh, los dos lacayos de máxima confianza de Mc Wayne. El Tobiano me tiró junto al arroyo y caí de pera sobre la raíz de un ombú muy grande que sobresalía la tierra. Llegué a la casa caminando, con la cara ensangrentado, el brazo muerto. El Tobiano seguía galopando, como si le faltaran cien metros para llegar al disco. Mamá se había levantado y estaba en la cocina preparando el mate cuando me vio por la ventana. Papá, como de costumbre, no estaba. Salió gritando de la casa, me envolvió en un toallón y me subió al renault 12. Fuimos a la clínica de Villa Allende que era lo más cerca que había. Me sacaron radiografías del brazo y de la cara.

El médico de guardia que me atendió, dijo:

- La fractura de cúbito y radio no es tan grave como el desplazamiento de mandíbula. Por el impacto con la raíz, los maxilares del niño se han dezplazado notablemente hacia atrás. Por poco no llegan al tímpano. De ser así, el tímpano es perforado por los huesos, generando pérdida total del oido.

En definitiva, que casi quedo sordo por el desplazamiento de mandíbula que sufrí al caerme de un caballo que tenía la mandíbula demasiada dura para mí, por estar acostumbrado a remolcar sulquis. Mi pera se me había hinchado tanto que mi hermano me decía Tutankamón. A veces también me decía Cesar Banana Pueyrredón. Cada vez que me quería hacer enojar se ponía a cantar: “Conociendote, co no cien do teeee…” Después de eso papá, a quien no le gustaban los caballos, decidió regalar el Tobiano. También la Tostada.


- No disculpá, no tengo caballo.


Apenas lloviznaba. Subí las escaleras del metro y como si fuera uno de los ratones fans del flautista de Hammelin, caminé decidido hacia la plaza del frente a lo de Caterina.


Llegué hasta el banco donde había estado jugando con la hormiga aquella vez, donde me había tomado el yogur de durazno; donde el Pepo y la gorda se habían conocido cuando el perro le lamió la rodilla como si hubiera tenido leche derramada. Me senté sin darme cuenta que los listones estaban todos mojados. Me levanté de un salto como si eso hubiera hecho que me mojara menos; como si la tela de jean no fuera un material por el cual el agua viaja libre y rápidamente. Sobre que hacía frío, ahora tenía todo el culo mojado. Parecía que me hubiera cagado encima. Saqué unos pañuelos descartables del bolsillo de la campera y comencé a intentar secarme un poco la parte de atrás del pantalón. Torcía mi cabeza sobre mi hombro, cuando escuché el golpe que hacía la gran puerta del edificio de Caterina al cerrarse. Era ella.