30.3.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 3.


Dónde queda bien Trieste?


- Hola…


contesté, haciendo lo imposible para ponerme menos colorado que la gárgola de Flash que estaba congelada en frente nuestro, como si le hubieran sacado una foto con 2000 de obturación cuando iba corriendo a 340, 350 kilómetros por hora. Ella parecía no saber quien era Flash o que sí, pero que no le importaba, en lo más mínimo. Lo único que yo sentía que hacía era mirarme a los ojos, sin peajes, y sonreír. Sabía que debía decir algo, pero no qué.

Podría contarle de cuando mi papá me llevó a Corrientes con 8 años y pesqué un surubí que era casi tan alto como yo. Tengo fotos. Luego lo dudé al pensar si en España también le llamarían surubí al surubí. Tal vez no lo llamaran de ninguna manera porque en los ríos españoles no hay surubíes. Surubí, vaya nombre para un pescado… pensé.

Sino le podría contar que Brandon era hijo de Bruce Lee y que El Cuervo fue su última película, que el chabón se murió filmándola. Que en una escena donde unos mafiosos lo acribillan a tiros, y a él no le pasa nada porque en realidad ya está muerto y está de vuelta para vengar la muerte de su novia, una de las armas disparó una bala de verdad y lo tiró al piso. Que todos en el rodaje pensaron que la toma había salido muy bien y que estaban esperando que el director dijera

- Corten!

para festejar y aplaudir por la versomilitud de la escena. Pero Brandon no se levantaba, y no lo haría, nunca más. Le diría que murió en el hospital, horas más tarde, desangrado por el hueco que había hecho la bala en su abdomen. Que tuvieron que terminar la película sin él, contratar a un doble para las escenas que faltaban. Que nadie nunca supo como se mezcló una bala de verdad con las de fogueo.

Capaz vio la película, pensaba, cuando vi que sus labios dejaban de sonreír y una voz se escapaba desde adentro de su boca, como si ésta fuera la salida de una cueva que liberaba un sonido que venía desde muy lejos.

-¿De dónde eres?

Supe, con certeza, que era el acento más hermosamente italiano que había oído en mi vida, que oiría. Le respondí y, por educación; repetí su pregunta. Sólo contestó:

- Trieste.

Me sentí menos interesante que ella por haber mencionado el nombre de mi país y no el de mi ciudad, como ella. Luego pensé que eso no habría servido, que ella pensaría que yo era español y que tendría que decirle que no, explicarle que en mi país había otra Córdoba, que había sido bautizada así porque Jerónimo Luis de Cabrera se había sentido en Andalucía cuando caminaba por la Pampa de Achala.

- Pareces perdido…

Me reí suavemente, afirmando su hipótesis. Interrumpió mi tímida risa preguntando:

- ¿Puedo perderme contigo?

Aunque la pregunta me sonó cursi, le sonreí. Todavía no me había dicho que se llamaba Caterina. Era tan bella que, juro, dolían los ojos al mirarla. Y ella parecía ser consciente de esto, de ese poder; con todo lo que eso implica cuando dos personas de diferentes sexos se conocen y comienzan a socializar. Desde cerca los hoyuelos de sus cachetes se notaban aun más.

- Claro… hace falta que tire el mapa?
- Mmm, no. guárdalo. Por las dudas...

Ella había llegado dos días antes que yo y aunque su país quedaba mucho más cerca que el mío, también caminaba por Madrid por primera vez. Sentí que efectivamente ya teníamos algo en común y eso me alegro. Saber que estábamos en la misma situación. Que eso relajaría un poco la tensión. Al menos la mía.

Caminamos hasta que se hizo de noche y me preguntó si estaba cansado, sino quería que nos sentáramos a descansar.

- No, no estoy cansado pero nos podemos sentar igual. Bah, como vos quieras…
- Pues yo sí lo estoy…

Nos sentamos, frente a frente, en el banco de un parque.

- Dónde queda bien Trieste?
- Cómo donde queda bien? Trieste queda bien adonde está.
- Perdón, dónde queda Trieste?

Ahí me enteré que queda al noreste de Italia, entre Venecia y la frontera con Eslovenia; ese país donde sus padres la llevaban de vacaciones cuando era bambina, donde todo era mucho más barato, como pasa por lo general en los países apenas logran escaparse del socialismo. Mientras me decía que aparte de lo de los precios, el Mediterráneo ahí es más azul y ya no se llama Mediterráneo sino Adriático, sacó una etiqueta de Camel de su bolso. La abrió y sacó un cigarrillo, algo que parecía un caldo de gallina y un encendedor. Me entregó el caldo y el fuego, como asignándome una tarea; como si fuéramos compañeros de banco en quinto grado, y yo le hubiera pedido la goma y la regla y ella estuviera esperando a que yo las usase, para volver a guardarlas dentro de su cartuchera, como su mamma le había explicado que tenía que hacer si le pedían prestado algo, mientras le armaba la cartuchera, la noche anterior al primer día de clases.

- Ya están todos los útiles dentro de la cartuchera. Recuerda que puedes prestarlos, pero los entregas en la mano a quien te los pida, aguardas a que termine de usarlos y los vuelves a guardar en la cartuchera.

Era más oscuro que un caldo de gallina. Tal vez sea de carne, pensé. Me lo llevé a la nariz y deduje que no habría forma de hacer una sopa con eso; o que sí, pero sería espantosa. Ella me miraba mirar el caldo, olerlo; como si fuera un elemento que hubiera venido de otro planeta . Levanté la mirada cuando escuché lo que parecía un estornudo abortado. Se esforzaba por contener su risa. La miré con cara de circunstancia. No estoy seguro cual es la cara de circunstancia pero supongo que era con la que yo la miraba en ese momento. Su risa fue mutando a una sonrisa, como mostrando que mi inocencia le despertaba ternura.

- Dame eso niñato, tú desarma el cigarro…

Estaba por quebrar el pucho a la mitad cuando nuevamente me miró y me dijo, con tono de reproche:

- Así no. Así, mira…

Dejó el caldo y el encendedor sobre el banco y me quitó el cigarrillo. Lo agarró por el filtro y lo puso verticalmente, sacó su lengua perforada con un aro de bochitas turquesas y le dio una suave lamida con la punta, desde el filtro hasta el fin; como si probara un nuevo sabor de helado. Lo dio vuelta y me mostró la parte humedecida.

- Ves?

Con su saliva había logrado una prolija línea mojada en el papel, que cruzaba el cigarrillo verticalmente, de punta a punta.

- Luego tiras de aquí y… magia.

Tomó el extremo mojado que estaba en la punta del Camel y lo tiró hacia abajo. Parecía estar comenzando a pelar una banana. Lo dio vuelta y me mostró. El cigarrillo tenía una perfecta grieta vertical de un medio centímetro que dejaba ver todo su tabaco adentro, aun apelmazado.

Recordé la camiseta de Platense, aunque ésta tuviera la raya marrón horizontal. Pensaba si alguna vez algún jugador de Platense habría abierto un cigarrillo así y si lo había hecho, si habría también considerado la analogía con la camiseta que vestía cuando salía a la cancha a enfrentar a Ferrocarril Oeste o Deportivo Español. Que, en las concentraciones, el nueve se escapaba de su habitación a medianoche y bajaba en chancletas y jogging marrón y blanco al bar del hotel a fumar un pucho, a escondidas del director técnico y del cuatro, que era medio buchón. Me imaginé el nombre del programa de radio de un grupo de hinchas convencidos de que Platense es el sexto grande: "Ser calamar hoy".

- Ahora así es más fácil y más prolijo, ves?

Y abrió el cigarrillo a la mitad como quien abre una mandarina, un higo maduro. Cada uno de sus movimientos tenía la certeza que tienen los de los magos que se contratan para animar un cumpleaño infantil o una cena show para un contingente de jubilados que veranea en Las Termas de Río Hondo.

- Para el siguiente truco voy a necesitar un voluntario. A ver cual es abuelo más valiente...

El pucho quedó totalmente abierto sobre su mano y el tabaco, prolijamente sobre el papel que ya no formaba un cilindro, sino una pequeña alfombra blanca para el tabaco. Puso su mano libre sobre la otra y pasó el tabaco de una a la otra. Me acordé de mi abuela Memé mostrándome como hacía la tortilla de papa, el olor a cebolla dorada en la cocina de su casa de Tanti.

- Ahora tenés que poner la tapa sobre la sartén y darla vuelta lo más rápido posible, sin dudar.


- Tenme esto…

me dijo entregándome el tabaco suelto y quitándome el caldo que yo intentaba amasar como si fuera plastilina marrón oscura, supongo que para sentirme menos inútil. Con su otra mano agarró el encendedor que estaba sobre el banco y comenzó a calentar el caldo. Le daba un poco con la llama y luego apretaba la parte calentada con sus dedos; desarmándola, desgranándola. Una vez que ya parecía caca de oveja molida, la comenzó a mezclar con el tabaco.


26.3.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 2.


Sabés donde está el baño?



Al salir de la Plaza Mayor comencé a caminar por una callejuela en forma de pasillo, con varias estatuas vivientes a ambos costados, paradas sobre taburetes, como gárgolas sobre los transeúntes. Un Robocop, un Flash, una Cruela de Vil con dálmatas reales atados alrededor. Tres. Dos dormían, uno sobre el otro; el tercero se lamía las bolas. Pensé en cuanto se le complicaría a Cruela con los ciento uno. Un viejo que venía caminando en dirección opuesta me miró y se sorprendió como por lo general se sorprende la gente cuando ve a una persona reírse sola. Segundos después me sentí culpable; probablemente las gárgolas eran argentinos, buscándose la vida en España, como yo. Intenté imaginarme preparando el vestuario y maquillaje para mi gárgola.

Una vez para una fiesta de disfraces fui de El Cuervo. Había bajado de Internet fotos de Brandon Lee en esa película y le pedí a mi novia de ese entonces que me maquillara tal cual, que me enrulara un poco el pelo. A mi mamá le hice atar los puños de una remera negra manga larga, para poder sacar los pulgares por un lado y todos los otros dedos por el otro. No pude conseguir ninguna foto de la película donde se vieran las manos de Brandon pero igual me parecía que sino las tenía así, las hubiera tenido que tener. Encima de la remera me puse una campera negra y larga de cuero y abajo unos jeans ajustados, también negros.

- De qué te disfrazaste? De Robert Smith?

Me preguntó el Freddy Mercury que atendía la barra esa noche. Tenía una camiseta musculosa muy ajustada. Era todavía más flaco que el original. Se había pintado el bigote con corcho quemado. Recordé que, casualmente, el soundtrack de la película abría con un tema que se llamaba Burn, de The Cure. Freddy me miraba, esperando una respuesta.

- Sí… sos el único que se dio cuenta, chabón…
- Es que yo soy del palo… Vos y yo deberíamos hacer algo, una versión oscura de Another brick in the wall, por ejemplo… me dijo, entregándome un gin tonic.
- Another brick in the wall ya es lo suficientemente oscura; aparte es de Pink Floyd, no de Queen.
- Tenés razón, Robert. Qué animal soy... pasa que estoy medio mamerto, viste? Me estoy tomando un trago por cada uno que sirvo. Pero pará, el nombre de la canción era algo así. Another, another one... la puta! Esa de morder el polvo...
- Sabés donde está el baño?

No. Me cagaría de hambre. Nadie conoce al Cuervo ya; un héroe demasiado efímero, demasiado noventoso, demasiado vulnerable. Aparte, la remera de las mangas atadas se la di a mamá para que limpiara los vidrios cuando le vi una igual a Enrique Iglesias, en un video. La suya no era negra sino beige, pero tenía las mangas atadas.

- Seguro no la querés más? Está casi nueva. Le desato las mangas si querés…
- No vieja, usala para las ventanas.

Enrique Iglesias, tal vez me lo cruce a Enrique Iglesias, pensé. Debe vivir en Madrid y sino capaz que viene a visitar a su papá, o a algún amigo. Debe tener algún amigo en Madrid. Capaz me lo cruzo. A Enrique, no a su amigo. O quizás también a su amigo pero, a no ser que pase abrazado y riendo junto a Enrique, jamás sabré que lo es. Tengo las mismas chances de cruzarme con Enrique o con su amigo que vive en Madrid que con la rubia; una en tres millones.

Los dos perros de Cruela seguían durmiendo. Pensé que tal vez estarían muertos y que Cruela no recaudaba aún lo suficiente como para reponerlos, entonces los ponía así; uno con la cabeza sobre el cuello del otro, como si durmieran. El tercero ahora tomaba agua de un platito que había junto al taburete. Parecía triste; tal vez los otros dos perros eran sus hermanos. Me acordé que mi hermana una vez me había contado que los dálmatas no le tienen miedo al fuego.

- Mentira Triana… todos los perros le tiene miedo al fuego.
- No Juan, los dálmatas no; por eso los usan los bomberos.

Miré a los dos que dormían. No parecían chamuscados. Tal vez no murieron en un incendio sino de poliomelitis, si es que los perros pueden tener poliomelitis. Metí la mano en el bolsillo de mi jean para ver si tenía monedas, cuando sentí que alguien me tocaba el hombro y decía

- hola…

demasiado cerca de mi oído como para decírselo a otra persona. Allí estaba, por tercera vez en minutos, con toda su sonrisa. Le ocupaba tres cuartos de la cara.


22.3.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 1.


Cuánto tiempo tienen pensado quedarse en Madrid?


a Caterina


Al segundo día de llegar a España me pasó lo que voy a contar. Intentaba conocer Madrid y fui adonde se suele ir cuando uno quiere empezar a conocer una ciudad: la plaza central. En Madrid se llama Plaza Mayor. Era, sin duda, la plaza más grande que había visto en mi vida. Estaba llena de turistas, la mayoría americanos o japoneses, con cámaras colgando, mapas en sus manos. Miré mi Nikon y me dio vergüenza pensar que, tal vez, me parecía a ellos. En la otra punta de la plaza, alcancé a ver una oficina de información turística y, por primera vez desde que había pisado Europa, caminé con paso decidido. Una larga fila de turistas aguardaba, frente a un mostrador, su turno para ser orientados. A un costado vi unas computadoras y un cartelito que decía “Free Internet”. Me acordé de Willy, de Free Willy.

- Free Internet. Liberen la Internet…

murmuré, en tono de protesta, mientras me sentaba frente a una máquina y hacía doble clic sobre el ícono del internet explorer, esperando a que la fila se hiciera más corta. La frase me sonaba revolucionaria y pensé que estaría bueno pintarla con un esténcil en las inmensas paredes del rascacielo donde están las oficinas centrales de Microsoft en Los Angeles o Detroit. La acompañaría un dibujito de una computadora volando sobre el niño de la película; éste riendo de felicidad, su puño en alto mientras una lluvia de ceros y unos cae sobre él.

Una rubia utilizaba la computadora de al lado. Estaba sentada con las piernas cruzadas, una indiecita rubia de ojos azules. Al ver que me sentaba junto a ella, me miró brevemente a los ojos y me sonrió casualmente. Le devolví la sonrisa pero sin animarme a mirarla a los ojos. Me acomodé en el asiento y levanté la cabeza hacia el monitor. El explorer ya se había abierto y tenía cargada una página, la de la secretaria de turismo de Madrid.

Necesitaba hablarle; sentía que ella me había dado pie con esa sonrisa y que, como decía un primo mío, la pelota estaba de mi lado de la cancha. Que alegoría estúpida, pensé. Tal vez a mi primo se la había dicho su papá, mi tío, que como no le alcanzaba el sueldo como profesor de educación física, también daba clases de tenis. Noté que estaba empezando a transpirar y pensé que sería oportuno hacerle un comentario sobre el clima, mientras me secaba la frente con un pañuelo. No uso pañuelo. Podría pedirle una lapicera para anotar una información importante que estaba leyendo en mi monitor, como por ejemplo la dirección del departamento donde me iba a alojar los siguientes meses y, como no conocía donde quedaba esa calle, se lo podría preguntar a ella. Luego consideré que, tan rubia, quizás era de Eslovenia o de Eslovaquia; tal vez de Letonia, ese país que había descubierto en el avión, mirando el mapa de Europa de la revista institucional de la aerolínea, donde figuraban las rutas de la empresa. Mientras seguía imaginando otros países de los que la hermosa niña rubia que estaba sentada con las piernas cruzadas a mi izquierda podía ser, se levantó y se fue; sin sonrisa de despedida, sin nada. Su tiempo de Internet había acabado.

Bielorrusia, Hungría, Rumania... O tal vez no, pensé; quizás sea de Valencia o de Granada y el idioma no sea una barrera en nuestra potencial historia de amor. Quizás también sea su primera vez en Madrid… pensé, feliz, sintiendo que ya teníamos algo en común. Antes que mi tiempo de Internet gratis acabará, me levanté y caminé hasta la fila, buscándola. No sabía que haría si la encontraba, pero igual la buscaba. Me detuve mirando cada una de las personas de la cola. Había muchos pelos rubios, pero ninguno era el suyo. Llegué hasta la chica que atendía, tras el mostrador. Tenía un traje azul marino, el logo del ayuntamiento de Madrid bordado sobre el bolsillo izquierdo del saquito. Su cara mostraba una cansada sonrisa y el tono de su voz era artificialmente amable. Eran las cuatro de la tarde. Quizás haya entrado a trabajar a las ocho de la mañana, pensé.

- Cuánto tiempo tienen pensado quedarse en Madrid?

Se dirigía a una pareja de brasileros. Lo supe por la camiseta de Romario de él, el pañuelo verde amarillo que envolvía la cabeza de ella.
Mi rubia no estaba ahí. Agarré un mapa que había en una de esas estructuras verticales donde ponen postales gratis y, decidido, caminé hacia la salida. Abrí las puertas de la oficina de turismo saliendo a la Plaza Mayor con tal seguridad que me sorprendí de mi mismo. Parecía dispuesto a conquistar Iberia. Parecía Palito Ortega jóven, en las películas que llega a Buenos Aires en ómnibus por primera vez y abre las puertas de la terminal con la certeza que la Capital caerá rendido ante él, ante su voz.

Apenas crucé la puerta de salida la vi, sentada en el piso. Apoyaba su espalda contra un pilar mientras fumaba un cigarrillo de tabaco armado. Con la luz del sol parecía más linda, todavía. Fumaba y sonreía mientras charlaba con un pelado que estaba parado frente a ella. Cada vez que sonreía se le formaban hoyuelos en los cachetes. Me dieron muchas ganas de sacarle una, mil fotos. Desde donde estaba no podía escuchar su diálogo con el pelado, pero seguramente él había pasado caminando frente a ella y cuando la vio le pidió fuego o la hora, o las cosas que se les piden a las chicas que te gustan cuando las ves por la calle, y tenés los huevos para hacerlo.

En un momento, mientras hablaba con el pelado, desvió su mirada hacia donde estaba yo, aun con la puerta de la oficina de turismo en la mano, mirándola. Seguía hablando con el pelado, pero me miraba a mí y no parecía sorprendida de volverme a ver; como si se hubiera sentado ahí a esperarme y hubiera sido ella la que comenzó a hablar con el pelado para provocarme, consciente de lo que eso genera en los hombres. Luego dejó de mirarme, le dijo algo más al pelado y se despidió de él sin siquiera levantarse del suelo. Solté la puerta con mi mano derecha y me di cuenta que en mi izquierda tenía mi nuevo mapa. Era mi oportunidad y, en vez de acercarme a ella y pedirle la hora o fuego, desplegué mi mapa rápidamente y miré.

Las calles, los monumentos, la línea del metro, todo junto en mis ojos, por primera vez. Lo cerré con actitud certera, como si el mapa me hubiera marcado la X de un tesoro, y comencé a caminar, decidido como camina un perro que sabe bien adonde va, en dirección opuesta a ella.

Mientras me alejaba pensé que estaría mirando como mi espalda se escapaba de ella, para siempre; si el hecho de verme partir sin haberme acercado a ella, para pedirle fuego o la hora, borraría los hoyuelos de sus cachetes. Intenté recordar la cantidad de habitantes que me había dicho mi papá que tenía Madrid.

Tres millones.



7.3.08

atravesando iberia 3 .daisy.

Abrió la puerta una vieja. Por como se modificó la expresión de su cara al mencionar el nombre Fernando supe que era la madre de su ex mujer. Intenté explicarle a esta anciana que tenía la furgoneta llena de cajas de su ex yerno y que yo nada tenía que ver con el hecho que él hubiera abandonado a su hija y a sus nietas, hace ya varios años. Cuando terminé de hablar comenzó hacerlo ella. Me pareció injusto que habiendo manejado semejante vehículo durante 9 horas, atravesando dos países, lo único que repitiera fuera

- Fora da aquí!


Mi vecina me miraba, desde arriba de la Iveco, levantando sus hombros como si ella no estuviera vinculada en lo más mínimo. Hasta creo que en un momento la vi reirse de mi situación. Riéndose se parecía aun menos a la mulatona. Entendiendo que con la abuela no lograría nada, comencé a ignorarla aplaudiendo; implorando hubiera alguien más adentro de esa casa.


La puerta se volvió a abrir. Apareció una adolescente. Tenía rasgos muy parecidos al hombre que abrazaba a mi vecina en una foto que me había mostrado ella una tarde que fui a visitarla. Estaban los dos abrazados frente al acueducto se Segovia. Ella sonreía. Tenía puesto un sombrero rojo y una remera de Daisy, la novia del pato Donald. A él se lo notaba un poco incómodo, como añorando que pasase rápido ese momento. Quizás le habían pedido a un transeúnte que les sacara la foto y mientras éste lo hacía, a Fernando le pareció que el ocasional fotógrafo tal vez era un policía portugués, también de vacaciones en Segovia. Pensé que en esa foto no había notado lo de su pata de palo. Era un plano muy general.

La adolescente le pidió a su abuela que se tranquilizara, que la dejara hablar conmigo, que por favor se volviera a la casa. La vieja dio media vuelta pero frenó en la puerta de entrada, agarrándose del marco, observando todo desde allí. Sus ojos estaban casi tan rojos como los de mi vecina. La adolescente escuchó atentamente las cuatro o cinco oraciones que justificaban que hacía yo ahí, en la camioneta de su papá. Cuando terminé de hablar me miró, con sus ojitos ahogados en nostalgia, y me preguntó algo que bien no entendí pero que supe que significaba donde está mi papá. Hubo dos segundos de silencio en los que pensé que bien que hubieran encajado esos sonidos de búhos o grillos que suenan en las películas para hacer más obvios y absurdos los silencios. Sólo se me ocurrió decir:

- Eu nao tein certeza...

La nena se mostró inmune a mi respuesta, sus ojos no habían perdido el brillo que sólo da la esperanza. Movilizado por ese brillo y también ya intrigado por saber donde carajo estaba este Fernando me fui a preguntárselo a mi vecina, que parecía estar ahí para hacerme el aguante a mí. Mi copilota me explicó de su paradero y mientras me daba vuelta rumbo a la adolescente pensando cómo demonios iba a decirle que su papá estaba en una prisión de Badajoz, esperando que lo deportaran a una de Lisboa, me anticipó ella preguntándome si estaba en la misma cárcel que la vez pasada. No tenía idea de que cárcel hablaba. Intenté imaginarme una cárcel europea y me vinieron muchas imágenes de películas de cárceles. Sueño de libertad, por ejemplo. Después me di cuenta que todas las cárceles de las películas que había visto eran yanquis pero concluí que seguramente las europeas serían parecidas. La nena seguía esperando mi respuesta, y se la di moviendo la cabeza de arriba a abajo.


La abuela refunfuñaba desde el pórtico de la casa y decía cosas que ni un paulista entendería. Debía tener más de 90 años. Me acordé de mi abuela e intenté recordar su edad. Me sentí culpable al no lograrlo pero evacué ese pensamiento rápido al imaginármelas conversando juntas, sobre el clima. Volví a mirarla. No quitaba su mirada llena de odio hacia mi vecina que observaba desde arriba de la furgoneta como yo y la nieta bajábamos unas cajas que contenían vaya uno a saber qué.

5.3.08

atravesando iberia 2 .todos los perros van al cielo.

Entonces un día la vecina agarró, subió hasta mi piso y me preguntó si ya había encontrado trabajo. Pensé en contestarle que qué mierda le importaba pero en cambio sólo moví la cabeza horizontalmente. Y entonces ahí me contó lo de que no tenía carnet y también me preguntó sino le hacía el grandísimo favor de acompañarla manejando la furgoneta hasta Portugal, a devolver todas las cosas de su novio a su pueblo natal, cerca de Porto.

Pensé que no sería muy diferente a manejar la picap de mi papá. Dos días después me sentaba en algo que se parecía mucho más a un camión que a una camioneta, rumbo a Portugal. A mi derecha, contra la ventanilla, la vecina. Miré el espacio que nos separaba. Entraban dos personas más. Atrás, en cajas, las pertenencias de Fernando, el narcotraficante de caballos.

Me seducía la idea de conocer Portugal aunque fuera conduciendo un vehículo de 6 ruedas y 6 marchas. Pensé que poner sexta sería algo casi épico o similar a un orgasmo, bajo el agua.

La furgoneta era de carga por lo que no tenía estéreo así que yo iba tratando de recordar temas de r.e.m, de smashing pumpkins. Cuando me acordaba de alguna que me gustara, la tarareaba para así mantenerme más despierto ya que mi copilota no pronunciaba más que monosílabos. Argumentaba estar muy nerviosa por el motivo del viaje y lo combatía fumando hachis, hasta hacer el aire de la cabina irrespirable. Luego el silencio sólo sería invadido por un par de sus risotadas, las cuales intentaba camuflar cuando se daba cuenta que no estaba sola. Por último se quedaría observando por su ventanilla como si mirara Todos los perros van al cielo con 8 años hasta que, algunos minutos después, tan sólo se escucharían sus ronquidos y uno que otro golpe de su cabeza contra la ventanilla, ante lo cual ni se inmutaría.

Cambiar de país sin frenar, ver las oficinas y garitas de la aduana totalmente abandonadas y, segundos más tarde, descubrir en los carteles que el idioma cambia; fue el reflejo más gráfico de la Unión Europea que tuve.

Ya cuando llegamos a Porto la vecina me delataría el porque de sus nervios, quizás en un ataque de honestidad post canábica. Las cajas que llevábamos iban rumbo a la casa de la ex mujer del narco a quien éste había abandonado, hacía ya varios años, junto con sus hijas. Y estas pertenencias serían entregadas por ella, su nueva novia. Tras el ataque de sinceridad llegó el de paranoia. Cuando llegamos a la dirección que coincidía con la que teníamos anotada en un papel, la vecina no se animaba a bajar. Pasamos 15 minutos frente a la casa y la vecina me decía con los ojos rojos que la perdonara pero que no, que no podía bajar. Mientras abría la puerta y pisaba el escalón previo al suelo pensé si lo que estaba sintiendo sería clemencia.

- Clemencia… murmuré mientras tocaba el timbre y creo se me escapó una sonrisa al acordarme de Clemente y su amor imposible, la mulatona. Pensé que me hubiera gustado que mi vecina se pareciera un poco más a la mulatona.



3.3.08

atravesando iberia 1 .amelie.

Resulta que hace más o menos dos años yo vivía en Madrid y mi vecina del 4to 7mo (allá los departamentos de un mismo piso no se diferencian por letras sino por números, una de las tantas cosas a la que nunca logré acostumbrarme) tenía un novio portugués medio raro que se llamaba Fernando. Fernando tenía una pata de palo y se pasaba todo el día adentro de una inmensa furgoneta que estaba estacionada en la puerta del edificio. Según se comentaba, él se la había hecho comprar a mi vecina para su trabajo: fabricar y vender muebles de mimbre. Era una Iveco de carga tan grande que el pibe laburaba adentro de la furgoneta, en la parte de atrás. Ahí mismo creaba y acumulaba las sillas y mesitas que con sus manos iba haciendo. Sillas y mesitas que el domingo vendía en el “el rastro”, el mercado callejero que se armaba en la misma calle de mi edificio. Los domingos por la madrugada apenas comenzaba a aclarar, Fernando bajaba su producción por el portón trasero y la disponía alrededor de la Iveco. Cada mueble tenía un cartelito escrito a mano con el precio. Lo sé porque lo veía cuando volvía de bailar. Creo que nunca vi a la furgoneta en movimiento; por un momento pensé que capaz estaba fundida o algo así.

Un día entró gente de la Interpol al edificio y se lo llevó a Fernando, de los pelos. La andaluza del 6to 3ero me contó que parecía ser que en Portugal el pibe había sido narcotraficante de caballo. Me lo imaginé con su inmensa furgoneta repleta de caballos, distribuyendo yeguas y percherones de casa en casa.

- Caballos?

- Caballo, chaval, caballo. Heroína… una cosa son los porros y esas cosa; pero el caballo tío, joder…

Y entonces comprendí que Fernando se había ido a Madrid escapando de la gente que persigue a la gente que vende droga. Y que una noche conoció a mi vecina en un tablado de flamenco y entre copas le habló de recomenzar la vida juntos, de ser felices. Y a mi vecina cuarentona le gustó la idea y fueron felices aunque él tuviera una pata de palo y no se quisiera bañar porque le daba fiaca y bronca tener que sacársela para meterse bajo la ducha y todo eso. La felicidad duró hasta que la gente de la Interpol llegó hasta el edificio y entró a su departamento un sábado mientras miraban Amelie y se lo llevó a Fernando, de los pelos. Dicen que los gritos y llantos de ella se escucharon en todo el edificio. Y entonces la vecina se quedó sin su novio pero con sus sillas, sus mesitas de mimbre, sus herramientas y con una furgoneta gigante que no sabía manejar. Ni siquiera tenía carnet.