27.4.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 9.


Cuándo viene a buscarme mi mamá?




Fui hasta el kiosko de la esquina, compré un yogur bebible de durazno y me senté a tomarlo en los bancos donde la gorda y el Pepo se habían conocido; donde el dálmata le había lamido la rodilla, como si tuviera leche derramada y ella se había encariñado con el perro por ese acto y porque su mirada le hacía acordar a a la de su tío Roberto.

Me tomaba el yogur mirando el suelo, como esperando que pasara algo. Me acordé del chiste de Mafalda en el que Miguelito se sienta en la vereda a esperar algo de la vida y le cae la hoja de un árbol sobre la mano. Miré para arriba. No había árboles; se había empezado a nublar. Tal vez efectivamente llueva, pensé. A lo lejos vi a la gorda y el Pepo volviendo a casa. El perro parecía contento. Tal vez se hubiera cogido a una caniche.

Pasada la media hora ya me había terminado el yogur y sin saber que hacer, comencé a fantasear que eran tan fuertes mis ganas de volver a ver a Caterina que tal vez, de alguna forma, ella lo sentiría en el lugar que estuviese y que eso la haría volver a su departamento, sin saber bien porque. Tiré la botella vacía al piso y la pisé con mi pie derecho. Mientras la hacía girar bajo mi suela, pensé que capaz todo había sido un sueño. Que nunca la había conocido; que ella no existía.

Ya me había pasado de chico lo de confundir los sueños con la realidad, y viceversa. Me acuerdo que tenía nueve años cuando se lo conté a mamá y ella me contestó que eso era normal a mi edad, pero que igual le gustaría que conozca a una amiga de ella, que charlara un poco de este tema con ella.

– Por qué tiene una cama en su oficina, señora?
– Me podés llamar Liliana si querés, Juan. Y no es una cama, se llama diván y es para que te sientas más cómodo. Preferís acostarte ahí?
- No gracias, cuándo viene a buscarme mi mamá?
- Ahora, en un ratito; pero por qué no me contás un poco más de tus sueños, de esos que se te confunden…
- Nada. Eso. Que se me confunden. Puedo ir a jugar a la vereda, a esperar ahí a mi mamá?

Desde el banco, miraba la puerta del edificio de Caterina como si fuera uno de esos guardias que cuidan el palacio de la reina de Inglaterra. Esos de rojo que están siempre parados, con el sombrero que parece el pelo de Marge Simpson, pero negro. Por momentos no aguantaba y bajaba la cabeza, descansando. Pensé en como harían los guardias de la reina para aguantar tantas horas, con semejante sombrero en la cabeza, hasta que llegaran sus compañeros para el cambio de guardia, ante cientos de cámaras y turistas.

Con la cabeza gacha vi como una hormiga que caminaba por el banco, se subía a mi rodilla y se dirigía, decidida y en línea recta, hacia mi cintura. Apoyé la palma de mi mano sobre mi muslo, interceptando su ruta. La hormiga se frenó, contempló el obstáculo y comenzó a escalar mi mano, con un paso más dudoso que el que tenía cuando subía por mi jean. Jugaba con la hormiga como lo hacía en el Paraná, cuando no había pique y me aburría.

Supongo que hacía estas cosas para intentar no pensar en que ya hacía horas que esperaba a una persona que no conocía, frente a su casa, como si fuera un guardia de la corona británica. Que tan sólo habíamos compartido parte de una noche, un porro, un helado de frambuesa. Que ni siquiera sabía su apellido, si realmente se llamaba como me había dicho que se llamaba. Que tal vez había agendado en mi celular un nombre y un teléfono falsos.

Que tal vez el teléfono que me había dado, era en realidad el de Gianluca, que era el único número que ella se sabía de memoria. Que cuando se lo pedí, me había dado ése porque sabía que Gianluca se había vuelto a Trieste tras su última pelea y que allá el celular no lo usaba porque tenía uno con número italiano. Que por eso me había saltado el contestador cuando la llamé y no la voz de Gianluca, preguntándome:

- Cómo que si está Caterina? Este es mi móvil. Y aparte, tú que quieres con mi novia, sudamericano. No llames más, pringado.

Ante tantas dudas la única certeza que tenía era que cada vez que se le formaban los hoyuelos en sus cachetes, a mí me daban más ganas de vivir; y que ella vivía ahí; que eran las escaleras que yo estaba mirando desde el banco, a través de la puerta de vidrio del edificio, las que ella había subido la noche anterior, como si se hubiera estado haciendo pis.

La hormiga ya caminaba por mi pulgar cuando la vi aparecer, a cien metros. Caminaba hacia su edificio, escuchando música en su ipod. Parecía que los sonidos que reproducía ese pequeño aparato en sus oídos, le hacía sentir que tenía a su alrededor una burbuja que la separaba de toda la humanidad; o que el apocalipsis había llegado y ella era la única sobreviviente y que eso no le molestaba; al contrario, lo disfrutaba.

Me dieron muchas ganas de saber que estaría escuchando, de tener unos auriculares en los que sonara la misma música que llegaba a sus tímpanos, compartir eso. Tenía una pollera larga y suelta que flameaba al compás de sus cabellos, rubios. Pensé que esa toma, con un poquito de música, sería una hermosa escena para el videoclip de la versión punk de "Boys don´t cry" que haría con la banda que nunca formé; en la cual yo sería bajista y haría uno que otro coro, en los estribillos. Cámara fija, plano general. Ella, en cámara lenta, cruza la escena caminando, con su pollera y sus pelos flameando, de izquierda a derecha.

Grité su nombre y no se dio vuelta. Quizás no me escuchó, quizás lo pronuncié mal. Quizás efectivamente me había mentido y no se llamaba así. Mientras me levantaba del banco para ir a su encuentro, sentí que la hormiga, de alguna forma, se había metido adentro de mi panza y que ahí había tenido un millón de hijitos. Frenó frente a la puerta vidriada y comenzó a buscar las llaves en su bolso, aún en su burbuja. Ya estaba muy cerca pero ella no advertía mi presencia, ni la de nadie más. Metía la llave en la cerradura cuando, en su nuca, le dije

- Hola Cate...



23.4.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 8.


Soy yo, Juan. Estás ahí?





Toqué el timbre. Tres veces. Nada. Ya fue, voy al museo solo... dije, o pensé. Comencé a caminar, pensando que tal vez me llamaría mientras yo estaba llegando. Que nos encontraríamos en el bar del museo y que, tomando un capuchino yo y un expreso ella, me explicaría que había tenido que ir a la universidad a entregar unos papeles. Que, al llegar media borracha a su departamento anoche, después de nuestra loca noche, se había olvidado de cargar la batería de su celular. Que lo había tenido apagado todo el día; que por eso no me había podido llamar, ni contestar los mensajes.

Luego iríamos juntos, sala por sala, hasta quedarnos, como idiotas, mirando el Guernica, uno al lado del otro. Yo le haría un comentario sobre su tamaño y ella ni se inmutaría; sus ojos parecerían diques a punto de estallar. Una sola gota se desprendería y bajaría hasta su hoyuelo derecho.

El Guernica lo miré solo, pensando en ella y no en Picasso ni en el cubismo. Ni siquiera pensé en la pequeña ciudad vasca del mismo nombre del cuadro que quedaba a cinco horas en auto. Que podría alquilar uno e ir a conocerla un fin de semana.

Tampoco pensé en las terribles bombas que había descargado la fuerza aérea alemana sobre ese pequeño pueblo, ni que esa había sido su entrada en calor para la segunda guerra mundial. No pensé que ese ataque había durado poco más de tres horas, durante las cuales una poderosa flota de aviones nazis no cesó de descargar misiles de 500 kilos, además de más de tres mil proyectiles incendiarios de aluminio. No pensé en los aviones cazas que volaban rasantes sobre la población, intentando ametrallar a los civiles que se refugiaban en los campos. No me imaginé a toda Guernica ardiendo en llamas. No pensé en las más de 1500 personas que habían muerto en el bombardeo, la mayoría ancianos, mujeres y niños que no habían podido correr a refugiarse.

No pensé que se consideraba esa acción militar como la primera gran masacre de civiles de la época contemporánea; que ese ataque había dado inicio al concepto de "guerra moderna", que es cuando la acción bélica no se centra en blancos militares, sino que tiene como objetivo desmoralizar a la población civil. No pensé que el ataque de Guernica no se justificaba militarmente, pero que se había hecho para debilitar la resistencia moral y psicológica de los vascos frente a las fuerzas nacionalistas de Franco. Que Franco era amigote de Hitler, por lo que la prensa oficial afirmó que Guernica había sido incendiada por los propios republicanos en su huida, practicando una política de tierra quemada; pero que varios corresponsales extranjeros, entre ellos George Steer, del diario conservador británico The Times, tuvieron ocasión de presenciar el ataque, ser testigos de la devastación. No pensé que Guernica era un foco republicano que Franco necesitaba destruir y que justo su colega Hitler andaba buscando un lugar para probar el poderío de sus aviones, antes de lanzarse a querer conquistar el mundo, como las gaviotas.

Tampoco pensé que semejante cuadro era, indefectiblemente, la obra máxima de Picasso, ni en que en ese mismo momento la alcaldía de Madrid estaba en medio de una disputa judicial contra Euskadi porque los vascos aseguraban que el cuadro les correspondía, por la temática del mismo, porque el nombre de la obra coincide con el de la pequeña ciudad que está dentro de su provincia, porque sería perfecta para exhibirla en el Guggenheim de Bilbao; pero que la dueña del museo en el que el cuadro estaba expuesto, la reina Sofía, se negaba rotundamente al traslado, sosteniendo que semejante obra debe estar en la capital del país, aumentando así aún más la ira de los vascos que consideran que su capital es Vitoria, no Madrid.

Habré pasado veinte minutos frente al Guernica pensando en Caterina y no en todo eso, cuando entonces me replanteé si realmente valdría la pena recorrer semejante museo así, sin disfrutarlo.

Había muchos más cuadros de Picasso, Miró, algunos Dalí´s, pero yo buscaba el cartelito de salida. Una vez en la calle, volví a caminar hacia su timbre, pensando que ése sería mi último intento.

El silencio del otro lado del portero fue el mismo que el de un par de horas antes. Entonces pensé que tal vez ella sí estaba en su departamento pero que no atendía el portero porque pensaba que quien lo tocaba era su ex novio, a quien no quería volver a ver desde su última pelea en la que ella le había dicho:

- Vete Gianluca! Vete de mi vida, para siempre.

En ningún momento me había hablado de algún novio, pero podía ser que lo tuviera y si así era, seguro se llamaba Gianluca, pensé.

Recordé que la noche anterior también me había dado su teléfono fijo porque nunca llevaba el celular encima, o siempre se le quedaba sin batería.

- Apunta también el de casa porque nunca llevo el móvil encima, o se me queda sin batería.

Caterina casa, send. Sonó tres veces y esta vez si oí su voz en el contestador. Atrás de sus palabras, muy de fondo, un tema de The Cure. "In between days", creo.

- Ciao, soy Caterina, no estoy en casa o sí, pero no me apetece coger el teléfono. Déjame un mensaje, si quieres.

- Caterina, Cate. Soy yo, Juan. Estás ahí?

Me imaginé mi voz retumbando en su departamento vacío y corté. Me sentí ridículo, estúpido. Pensé en cuanto odiaba oír mi propia voz grabada; siempre me negaba a que fuera la mía, casi convencido que no era la misma que escuchaba cuando yo hablaba. Me pregunté si eso sería algo común, algo que le pasaba a todo el mundo. Más ridículo me sentí cuando me la imaginé a ella en el departamento, recostada fumando sobre su sofá, con un libro abierto apoyado sobre su pecho, sin inmutarse al escuchar mi voz salir del parlantito del contestador diciendo:

- Caterina, Cate. Soy yo, Juan. Estás ahí?


18.4.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 7.


Tío, acá no pasan el Chavo?



Antes de tocar el timbre me hice la señal de la cruz, como el nueve de platense antes de salir a la cancha, como Navarro Montoya. Me estaba besando la mano cuando vi a través de la puerta de vidrio de entrada del edificio. Una gorda cuarentona bajaba por la escalera con un perro y se sorprendía al verme, al ver un joven persignándose en la puerta de su edificio. Me sentí ridículo e hice como si me picara la boca y me la estuviera rascando.

- Entras? Parece que va a llover… dijo, mirando el cielo.

Miré el cielo yo también. Había un par de nubes grises, pero no parecían de lluvia. Como si hubiera advertido lo que yo opinaba, continuó:

Es que nunca sabes como será con este clima madrileño de los cojones. Cuando parece que no va a caer ni una gota, llega el puto diluvio universa con Noé, su barca y todos sus jodidos animalitos dentro… Seguro no quieres entrar?

- No, gracias. Estoy esperando a que baje alguien.
- Vale. Yo voy a sacar al Pepo a dar un paseo y tengo que cerrar porque sino se meten los yonquis a dormir bajo la escalera. Pero tú no pareces uno; si quieres te abro cuando vuelva, cuando el Pepo acabe de hacer sus cosillas… No suele tardar mucho, a no ser se eche una novia por allí. O no Pepo que cada vez que salimos de paseo te follas a la primer perra que se te cruza? O no que eres todo un guarro?

le decía al perro mientras lo agarraba de sus cachetes y le repetía la pregunta, como si se hubiera olvidado que yo estaba ahí; como si el apocalipsis hubiera llegado y ella y su perro fueran los únicos sobrevivientes.

A que sí precioso, a que eres el más guarro de todos los dálmatas de Madrid?

Cuando escuché el nombre de su raza, pensé que tal vez fuera el único perro vivo de Cruela; que como ese personaje no le era redituable, había decido cambiarlo; que ahora sería Marilyn Monroe, Doña Florinda, la bruja del 71. Que ya de nada le servía el dálmata, que era una boca más que alimentar. Que tras enterrar a sus hermanos junto al río, había decidido abandonarlo en esa plaza, frente a lo de Caterina.

Luego recordé la conversación que había tenido el domingo pasado con mi tío, mientras mirábamos en la cocina un talk show en el que, amas de casa al pedo, discutían sobre porque en España cada vez los hombres se negaban más a tener hijos.

- Tío, acá no pasan el Chavo?
- Qué va, Juan!… Aquí el humor latino no funciona.

Hacía casi treinta años que mi tío vivía en España, desde fines de los setenta . En su pequeña biblioteca había una copia de El Capital y varios libros de Trosky. Una tarde le pregunté si se había ido de Argentina exiliado y me contestó que no; que sólo se había aburrido de su trabajo de cadete en una zapatería de la 9 de julio. Que un día mientras fumaba un cigarrillo en su hora de descanso, sentado en un cantero de la peatonal, vio una publicidad en un diario tirado en el piso sobre un barco que iba hasta Italia y que usó todos sus ahorros para ese pasaje. Que el viaje duró casi un mes. Que era la primera vez que veía el mar. Que no aguantó hasta llegar a Palermo y se bajó en la primera parada del barco, en Galicia. Su forma de hablar era rara. No había asimilado del todo el acento español, pero sí sus expresiones.

Pobre Cruela, pensé. Quizás el marido la haya abandonado porque ella quería tener hijos y él no. Y que como no tenía trabajo pero se le daba bien la imitación, había decido probar suerte con las estatuas vivientes, que en ese entonces eran novedad en España.
Ojalá haya optado por Marilyn, pensé. Me la imaginé yendo a una casa de electrodomésticos a comprar un ventilador que le levantara constantemente su pollera. Que aunque fuera pleno invierno ella entraría al negocio y diría:

- Hola, busco un ventilador.
- Caloventor?
- No, no. Ventilador solo.
- Ah sí, claro. Déjame chequear, creo que debe haber algunos en el depósito. De qué tipo busca?
- Crees que soy parecida a Marilyn Monroe?
- Cómo dice?

Tal vez un día volviendo del trabajo, la gorda vecina de Caterina se había encontrado con el dálmata de Cruela-Marilyn vagabundeando por la plaza frente a su edificio, buscando un resto de pizza, o kebab. Y que, como su soltería ya le estaba comenzando a pesar porque todas sus amigas ya estaban casadas o con hijos, no habría tardado en encariñarse con el perro que le había lamido su rodilla mientras ella estaba sentada en un banco, mirando las nubes, intentando adivinar si iba a llover o no. Y que de repente sintió algo raro en su rodilla y bajó la mirada y vio al dálmata, que le pasaba la lengua suavemente por la piel de su pierna, como si intentara lamer un poco de leche derramada.

Y ella había decidido ponerle Pepo porque le hacía acordar a su tío Roberto, a quien ella le decía Pepo cuando iba al jardín, porque no podía decir Roberto. Una malformación de su paladar no la dejaba pronunciar bien las erres; cosa que recién pudo superar pasados los veinte, tras años de tratamiento con una fonoaudióloga que vivía a la vuelta de su casa.
Que, desde que se lo había encontrado, todas las tardes sacaba al Pepo a pasear, para que no extrañara la calle, para que haga sus cosillas…

La gorda y el Pepo se alejaron, rumbo a los bancos que estaban al fondo de la plaza; donde se habían conocido cuando la gorda miraba el cielo y el perro le lamió la rodilla, como si tuviera leche derramada.

- Aquí es mi piso. Tercero B. Algún día te invito a comer Tiramisú. Te gusta? Es muy bueno para la fame química. Me había dicho Caterina, la noche anterior, en ese mismo lugar.
- Para qué?
- La fame química, joder. Lo que te agarra en las tripas después de fumar.

Miré el timbre e intenté imaginar el sonido agudo que haría, cuando yo lo tocara, adentro de su departamento. Tal vez aún esté durmiendo y el timbre la despierte, pensé. Me atenderá por el portero con voz de dormida y dirá:

- Juan? Qué hora es? Perdona, es que me he quedado dormida. Me doy una ducha rápido y bajo. O prefieres subir?

Me imaginé sentado cómodamente en su sofá, esperando que saliera del baño. "Friday I´m in love" sonando en su equipo de música, el sonido de la ducha de fondo. Era viernes.

- Es que no puedo creer que ya sean las tres, tío. Estamos a tiempo de llegar al museo?

me diría con el pelo mojado, envuelta en una toalla, oliendo a jazmín, con la espalda goteando.

Toqué el timbre.



12.4.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 6.


Le podrías conseguir unos guantes o algo, no?




- …nueve, dos, dos, dos, ocho…

Me entristeció tener que escuchar números, y no su voz en el contestador diciendo su nombre, que le dejara un mensaje, que luego me llamaría. Aunque por lo general no me gustaba escuchar eso, me sonaba estúpidamente forzado que uno tuviera que repetir su propio nombre después de un bip, grabar un mensaje de bienvenida para lo que las compañias de celulares habían bautizado buzón de voz... Tal vez ni siquiera sea éste su número de teléfono, pensé.

Me terminé de secar y me vestí. Fui hasta la cocina, y mientras calentaba el café, prendí el televisor. Daban un talk show en el que, amas de casa al pedo, discutían sobre porque los maridos pierden el interés sexual después de un par de años de matrimonio.

- Escuchemos el caso de Amparo…
decía la conductora que llevaba el micrófono entre la audiencia que había ido a presenciar el programa, mientras yo echaba leche en polvo dentro de la taza.
- Bueno Amalia, yo me casé con mi marido muy enamorada. Hacíamos el amor día y noche, follábamos como leones en celo; pero a los meses de la boda ya no era lo mismo…

Sentí que el departamento me asfixiaba. Apagué el televisor, me acabé el café con leche y miré al fondo de la taza. Grumos apelotonados de leche en polvo lo cubrían. Puse la taza en la pileta de la cocina, abrí el grifo lo suficiente para que se llenara hasta la mitad y decidí salir a la calle. Comencé a caminar como lo hacen los perros que no forman una manada, que callejean en busca de algún resto de pizza, o kebab.

Por qué se perdería el interés en el sexo después de casarse? Con todos los problemas que conlleva el matrimonio, encima eso? Por que no revuelvo bien el café con leche en polvo si siempre me pasa lo mismo? Esas cosas pensaba cuando, sin darme cuenta, ya estaba nuevamente en la Plaza Mayor. Me paré en el medio y comencé a mirar a mi alrededor. Pensé que me sentía como Sabina en la canción donde a él y a la chica del bar les dan las once, las doce, la una y las dos. Mis manos habían estado lejos de surcar su espalda y no había pasado un verano sino un día, pero sentía que yo la buscaba en la Plaza Mayor con la misma intensidad que lo había hecho él en el bar de ella, al verano siguiente.

Sin saber bien porque, me acordé de la desesperación que sentí cuando tenía siete años y me perdí de mi mamá en la Fico 87. Mientras mi mamá miraba unas artesanías egipcias, yo me había soltado de su mano para ir al stand de Lancia, a ver de cerca el auto con el que Recalde había ganado el rally. En ese entonces, el minaclaverense era mi ídolo. Tenía un poster de su Lancia Delta, abriendo al medio las aguas de un vado del Cóndor-Copina, arriba de mi cama, junto a la foto firmada de Navarro Montoya. “Para Juan Cruz, con cariño. Mono”. Me la había regalado un amigo de mi papá que era dirigente de Boca y al que mi papá le había dicho en un asado en el campo:

- Che, sabés que al más chico mío ahora se le dio por el fútbol? Quiere ser arquero cuando sea grande y vieras, ataja bien el pendejo... Está jugando la liga infantil con el equipo del colegio y capaz sale en esos partidos filmados de Canal 12. Se le complica un poco para salir a cortar los corners, pero vieras como se revuelca por el piso. Su ídolo es Navarro Montoya. Le podrías conseguir unos guantes o algo, no?

En mi cabeza rebobinaba, buscando algún error, algún indicio que me explicara porque la noche anterior me había dicho que me iba a llamar, para coordinar y no lo había hecho. Lo único que se me venía a la mente eran sus hoyuelos y su acento cuando habíamos hablado por primera vez, frente a Flash y Cruela, y ella me había dicho:

- Puede perderme contigo?

Como Sabina había vuelto a entrar al bar de ella, yo lo hacía en la oficina de turismo. Me pareció que hacía mucho más de un día que había estado ahí. Fui hasta las computadoras y busqué su pelo rubio en cada una de las cabezas de las personas que usaban las máquinas. Me sentí estúpido; por qué habría de estar allí, de nuevo. Vi el cartel de “Free Internet” y me volví a acordar del esténcil, de la orca, la sonrisa del niño que iba a visitarla al acuario en su bici cross, los gemidos de tristeza de semejante cetáceo en cautiverio. Atrás del mostrador, con la misma sonrisa forzada, la morocha de traje azul con el logo del ayuntamiento bordado en su bolsillo, orientaba a unos yanquis:

- How long do you plan to stay in Madrid?

Salí de la oficina y volví a recorrer el mismo camino que el día anterior. Robocop y Flash seguían ahí. Me dieron ganas de preguntarle a ellos por Caterina.

- Hola, disculpe que lo moleste señor Flash. No vio pasar una chica con la que ayer yo hablaba aquí, en frente suyo?

Un niño le puso una moneda en un tacho a Robocop y éste se movió casi más robóticamente que el original. Se escuchó una voz electrónica y distorsionada a través de un parlantito que tenía colgando de su cinturón:

- Hasta la vista, baby.

Eso es de Terminador… pensé. El niño fascinado, parecía no haber visto ninguna de las dos películas. Quizás sentía algo parecido a cuando yo escuchaba el rugido del motor del Lancia Delta de Recalde en las sierras y sabía que iba a ganar el rally.

Cruela no estaba, sus dálmatas tampoco. Pensé que tal vez hubiera ido al descampado que había atrás del estadio del Atlético de Madrid, junto al río, a enterrar a sus dos perros que nunca despertaban. Que ya se había cansado de cargarlos ida y vuelta al trabajo, que ya habían comenzado a oler mal.

Llegué a la plaza en frente de su casa y caminé hasta el portal de su edificio como si fuera uno de los ratones que siguen al flautista de Hammelin, o un lemming rumbo a un precipicio frente al mar; las enormes olas chocando contra el acantilado, comiéndose a los animalitos suicidas que caen en fila india.



7.4.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 5.


No ves que hay pirañas?





Seguimos caminando hasta que, apenas cruzamos una calle, ella frenó repentinamente frente al portal de un edificio.

- Aquí es mi piso…

Me sentía como cuando me despedí de la chica a la que le di mi primer beso. Era en una fiesta de quince. La había ido a buscar su papá al salón de fiestas de Villa Allende donde estábamos y en el estacionamiento, sosteniendo su mano, le dije que la quería. Hasta entonces eso sólo se lo había dicho a mis padres o a mi abuela. Se lo dije más por las ganas de decirlo por primera vez, que por que lo sentía; pensando que ése sería un momento único, que algo cambiaría para siempre. Una sola vez me la volví a cruzar, en mi fiesta de egresados. Hicimos como si nos conocíamos.

- Te gusta Picasso?
- Qué?
- Que si te gusta Picasso, el cubismo? Has visto el Guernica ya? Dicen que es la ostia de grande…

Me dijo que ella tampoco, que si no quería que fuéramos juntos el día siguiente al museo Reina Sofía, a verlo.

- Pues yo tampoco. Quieres que vamos juntos mañana al Reina Sofía a verlo?

Le pregunté a que hora y me respondió que ella me llamaría, para coordinar.

- Yo te llamo, para coordinar…

Cerró la puerta de vidrio de su edificio y, aunque había ascensor, comenzó a subir las escaleras. Me quedé ahí afuera mirándola, esperando se diera vuelta para sonreírme, por última vez. No lo hizo. Subía como si se estuviera haciendo pis. Cuando ya no la vi más, miré a mi alrededor. Estaba frente a la plaza Tirso de Molina, a cuatro cuadras de mi departamento. Somos vecinos… pensé sonriendo. Más cosas nos unían.

Subí las escaleras de mi edificio muy rápido. Como si me estuviera haciendo pis. Mientras me lavaba los dientes me pareció que me brillaban los ojos. Me saqué las zapatillas, el jean y me acosté. En mi calzoncillo tenía una mancha húmeda. La noche de la fiesta de quince, también.

La batería de mi celular estaba a la mitad, igual me levanté y lo puse a cargar. Antes de volverme a acostar cambié el timbre a alto. Me dormí pensando que cuando me despertara, al mediodía, ya tendría un mensaje de texto con el nombre de un bar, una hora.

Soñé que tenía ocho años, que estaba en una lancha, navegando el Paraná. Mi papá, jóven, estaba sentado a mi lado. Yo sacaba la mano por el costado, intentaba tocar el agua.

- Querés meter la mano adentro, Juan Cruz? No ves que hay pirañas? O nocierto que hay pirañas, Don Lucero?

Don Lucero era el guía y manejaba nuestra lancha roja. Sabía cuales eran los lugares con más pique, como encarnar perfectamente, los nombres de todos los pescados.

- Claro que hay, Juancito. Tené cuidado. Una vez a un nene como vos, que iba en esta lancha, una piraña le arrancó cuatro dedos. Estos cuatro…
me dijo, mientras me mostraba su mano. El pulgar le salía por una parte de la manga negra y los cuatro dedos que le había arrancado la piraña al nene como yo, por la otra. El viento le hacía flamear sus pelos largos y enrulados. Pensé que sino tendría calor con semejante campera de cuero, que que raro que a papá no le molestara que Don Lucero se pareciera a Robert Smith.

- Y qué más, Don Lucero? Qué otros pescados hay?
- Uf! Dorado, pacú, surubí, manguruyú, armadillo, bagre, palometa, amarillito…
- Amarillito?
- Si. Es como un bagre, pero más chiquito. Y tiene el cuerpo amarillo.
- Y cuál es el pescado más peligroso?
- Peligroso? Y… la raya, supongo.
- Raya?
- Sí. El problema con esos bichos es que les gusta andar en las partes cerca de la costa, poco profundas. Y cuando duermen se pegan al fondo y, como son tan chatitas, no las ves. Y las podés pisar y entonces te clavan esa cola venenosa que tienen y ahí estás chau. Una vez se me murió un pescador, en esta lancha, un tipo de Mendoza. Era la primera vez que pescaba, había venido con su mujer, de luna de miel. Era un día de muy mal pique y mucho calor, como ahora.

Realmente hacía mucho calor, pero Don Lucero no se sacaba su campera de cuero, no transpiraba. No se le corría el maquillaje.

- Como no pescaban nada, decidieron tomárselo como un día de playa. Me pidieron que los llevara a una parte donde se pudieran bañar y fuimos a la vuelta de los patos. Hacía mucho calor, como ahora. Ella había tirado una toalla en la costa sobre el pasto y se había puesto a tomar sol. El tipo se remojaba a un metro de la costa. Como no sé nadar y estaba aburrido pensé en tirar mi caña desde la lancha, por las dudas. Estaba encarnando la morena cuando sentí el grito del mendocino. La puta madre! gritó. Y fue corriendo y rengueando hasta la costa. Que te pasó, amor? le preguntó, asustada, su mujer. Me picó algo, creo. Tardamos dos horas hasta llegar al pueblo. Ya era tarde...
- Y se pueden pescar, también?
- Mmm, es muy raro que piquen, nos les gusta la morena. Pero a veces enganchás alguna que tenga mucho hambre. Lo que pasa es que es muy difícil sacarlas, sobre todo a las grandes. Se pegan al piso. Es como que tienen ventosas en la panza y se pegan con el fondo, como haciendo vacío. A veces las agarrás nadando más cerca de la superficie y no alcanzan a llegar al fondo, pero si llegan, estás chau. No las sacás más. Tenés que cortar la tanza, perder el anzuelo, la plomada…

Me desperté y agarré el celular antes que el cepillo de dientes. Aunque la pantalla me avisaba si tenía llamadas perdidas o mensajes, igual lo corroboré. Ni en el registro de llamadas ni en el buzón de entrada estaba su nombre. Dejé el celular sobre la mesa y caminé hasta el baño, mientras me sacaba una remera vieja de The Cure, con la cara de Robert Smith, que uso para dormir. Prendí la ducha. Mientras se calentaba el agua, me cepillé los dientes. Los ojos me brillaban mucho menos. Me estaba poniendo crema de enjuague mientras deliberaba si debía llamarla. No. ella me había dicho:

- Yo te llamo, para coordinar. .

Aún goteaba agua de mi espalda cuando busqué su nombre en la agenda del celular y apreté send.

- Este es el buzón de voz de seís, cinco, siete…


2.4.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 4.


Sabías que ahí se casó el príncipe?

a Diego Alonso



A los cinco minutos tosía como cuando me agarró bronquitis en cuarto grado y estuve dos semanas sin ir al colegio. En la hora de lenguaje, la maestra aprovechó mi situación y dio como consigna de redacción que todos mis compañeros me escribieran una carta, deseando mi mejoría. Las cartas me las acercó el profesor de gimnasia que vivía a dos cuadras de casa. Lo atendió mamá y él le dio las 32 cartas en un gran sobre papel madera. Le preguntó a mamá como estaba yo y ella le contestó que mejor, que si dios quería la próxima semana ya me reincorporaba a la escuela. Como la consigna era con nota, todos me habían escrito; mis amigos, las chicas que me gustaban, un tal José que yo no conocía. Después me enteré que había entrado al colegio durante mi reposo y que la maestra le había dicho:

- Sí, vos también, José.
- Pero seño, si yo no lo conozco…
- Ley pareja para todos, Josecito. Imaginá que es un gran amigo tuyo.

La carta decía así:

Juan:

Bueno, yo no te conozco todavía así que no sé mucho qué decir pero la maestra me dijo que era una tarea con nota así que te tengo que escribir sí o si. El Seba me contó que estás enfermo, que no te podés levantar de la cama ni jugar al fútbol. Eso debe ser re feo pero también está bueno. Yo cuando me enfermo me gusta porque tomo mucha Seven Up. Mamá siempre me compra una botella grande y la pone al lado de mi cama para que tome todo lo que quiera; dice que hace bien, que tengo que tomar mucho líquido. A vos qué te gusta más la Seven o la Coca? Yo la verdad que prefiero la Coca pero bueno, una vez que tenía mucha fiebre le pedí Coca a mamá y me dijo que no, que tenía que tomar Seven o Sprite. Yo no entiendo cual es la diferencia, capaz que sea porque la Seven es más transparente o tiene más gusto a limón.

Cuando vuelvas capaz podemos ser amigos. Yo acá todavía no tengo amigos-amigos, nomás el Seba pero porque a él ya lo conocía de antes porque vive a la vuelta de casa y siempre jugamos a la pelota en el baldío de la esquina. Yo soy re buen arquero. Me dijo el Seba que vos también atajás así que eso está bueno porque nunca tuve un amigo arquero. Los chicos siempre se me ríen cuando les digo que soy arquero, que quiero ir al arco. Todavía no sé salir a cortar muy bien en los corners pero estoy aprendiendo. Vos sabés salir bien? Si sabés me podés enseñar y yo te enseño a como adivinar adonde te van a patear el penal. Mi tío, que fue arquero de la reserva de Platense, me la contó. No te la puedo decir acá en la carta porque por ahí la lee el profe de gimnasia o tu mamá. Y, cuando me lo enseñó mi tío me dijo que tuviera mucho cuidado, que cuidara el secreto, que no se lo dijera a nadie de nadie. Salvo a otro arquero, y no a cualquier arquero sino a uno que fuera amigo.

Vos sos zurdo o derecho? Yo soy re derecho. Se me nota en los guantes! Mi tío me regaló unos guantes que él usaba, que hasta tienen el escudo de platense y todo y aunque me quedan un poco grandes se nota que el derecho está mucho más gastado que el izquierdo. Pero muchísimo! Viste que en la parte de adentro los guantes tienen como unos pupitos? Bueno, en el de la mano derecha ya casi no hay! O sea, se gastaron de tanto usarlos y mirá que mi tío me los regaló casi nuevos. Me dijo que los usó sólo en un partido contra la reserva de Lanús y que en ese partido saltó a cortar un centro llovido muy cerrado y se pegó con la cabeza en el palo y se hizo bolsa. Tuvieron que hacerle no sé cuantos puntos y no pudo jugar por dos meses. Cuando ya estaba listo para volver, su suplente estaba jugando re bien así que no lo cambiaron y desde ahí ya nunca más fue titular. Como no lo usaban se lo dieron a préstamo a Huracán pero ahí también fue suplente. Se pasó toda un campeonato sin jugar y después abandonó el fútbol para siempre-siempre. Y él siempre dice que todo fue culpa de ese partido contra lanús en el que se chocó contra el palo y que ese día usaba esos guantes, entonces no los quiso más. Dice que están manchados con sangre pero yo no le vi nunca ninguna gota, estaban casi nuevos cuando me los regaló; pero ahora no, bah el izquierdo sí, todavía le quedan un montonaso de pupitos.

Mi tío siempre dice que el problema en el fútbol argentino es que no hay suficientes penales. Dice que todos los empates deberían definirse por penales, siempre. Aunque sea el primer partido del campeonato, si es empate, paf, ahí nomás a penales. Cinco para cada uno, como en las definiciones del mundial. Dice que así el fútbol sería mucho más divertido y las familias volverían a las canchas. Yo creo que él lo dice por su truco, porque si hubiera penales en todos los empates, a él le hubiera ido mucho mejor por su truco que es el que yo también sé porque me lo contó él y me dijo que no se lo contara a nadie, salvo a otro arquero y no a cualquier arquero. Cuando me dijo esto yo le pregunté a mi tío que por qué me lo contaba a mí, que yo sí era arquero pero era su sobrino y él me dijo que nunca había tenido un amigo arquero. Que siempre se había llevado re mal con sus suplentes y hasta con los terceros arqueros. Y que aparte de ser sobrino el me consideraba también un amigo porque él no tenía muchos amigos porque no le hacían falta. Que para eso lo tenía a Roberto Carlos, su perro, un ovejero alemán. Decía que cuanto más conocía a la gente más quería a Roberto Carlos. Pero Roberto Carlos es un perro y re lindo y divertido pero no es un arquero, como yo. Por eso me eligió a mí para pasarme el secreto de cómo adivinar adonde te la van a patear en los penales y ese secreto te lo puedo pasar a vos si vos me enseñás como salir a cortar los centros. Mi papá dice que es porque soy un cagón y que es porque tengo miedo a que me pase lo mismo que a su hermano, pero yo no tengo miedo porque soy re macho; nomás que no sé bien la técnica, no sé cuando conviene salir a cortarlo y cuando conviene quedarse abajo del travesaño.

Bueno, ya está por tocar el timbre del recreo así que termino la carta acá. Espero que te mejores pronto así volvés al cole y nos conocemos. Tomá mucha Seven!

Chau,

José


Yo no paraba de toser.

- Perdoná, pasa que no estoy acostumbrado al tabaco.
- Mejor caminemos, a ver si se te pasa.

Y eso hicimos, caminamos, mientras yo pensaba que por qué eso que tanto me había hecho toser se llamaría hachís y no cof, o cof-cof. Pero por suerte a las pocas cuadras se me pasó un poco la tos pero igual seguimos caminando. Sin darnos cuenta, nos fuimos metiendo nuevamente hacia la parte más céntrica de la ciudad; hacia adonde nos habíamos conocido, cuando todavía era de día.

Sólo frenamos cuando encontramos una heladería. Entramos directamente, sin siquiera preguntarnos si teníamos ganas. Los helados no estaban en tachos sino dispuestos en pequeñas bachas, a 45 grados, en frente nuestro, formando la frontera entre el heladero y nosotros. Por como yo contemplaba los distintos sabores, el heladero debió pensar que era la primera vez que yo entraba a una heladería; que en mi país de orígen algún régimen militar había abolido las cremas heladas cuando mi mamá estaba embarazada de mí, y si bien ella había tenido antojos de menta granizada un martes a las cuatro de la mañana y mi papá había recorrido todo el centro hasta que encontró un bar donde le vendieron un poco de vainilla y chocolate que eran los únicos sabores que tenían.

- Menta qué?
- Granizada. Es helado sabor menta pero con pedacitos de chocolate.
- Ah, chocolate sí tengo.
- No, no; pero es helado sabor chocolate y no el chocolate propiamente dicho. No es lo mismo...
- ...
- Bueno, dame vainilla y chocolate nomás.


Yo todavía estaba en la panza pero eso para él no contaba, porque yo no había tomado el helado directamente sino a través de un cordón umbilical.

- Bueno chavales, a ver si os decidís... o es que habeís venido a mirar los helados?

El heladero me despertó, pero no a ella. Parecía estarse imaginando que buceaba en un mar de helado de dulce de leche, con nuez. Metí la mano en mi bolsillo buscando monedas y me acordé de Flash, de Cruela, de sus dálmatas poliomelíticos. Me quedaba sólo una moneda de dos euros. Me alcanzaba para uno.

- ¿De qué lo querés, Cate?
- Frambuesa, claro...

Claro? Claro qué? pensé, mientras le repetía al heladero el nombre de la fruta que ella había decidido, tan claramente.

- Y el otro?
- No, sólo nos alcanza para un helado.
- El otro sabor, chaval.

Miré el cartel donde figuraban todos los gustos. Estaban ordenados alfabéticamente. Fui hasta la d. No había dulce de leche; mucho menos con nuez.

- Y a esto le llaman globalización…
- Qué sabor has dicho?
- Un segundo, ya le digo…

No reconocía ninguno de los sabores que no eran de fruta, salvo el chocolate o la crema americana. Recordé una vez que había entrado, en el mismo estado, a una heladería de La Cañada y le había preguntado a la cajera si la crema americana tenía sabor a América.
El chocolate me parece aburrido, mucho más la crema americana, pero estaba tan indeciso que no me animaba a arriesgarme a las otras. Pensé que tampoco tenía sentido pedir otro sabor a fruta. No en mi teoría del perfecto equilibrio y complementación entre el yin frutal y el yan cremoso.

- ¿Y de qué más, Cate?
- Frambuesa!
- Ya sé que frambuesa, pero no escuchaste al señor heladero? Son dos sabores.
- Frambuesa y frambuesa, entonces.

Al heladero la respuesta no le pareció graciosa. Eran ya más de las dos de la mañana y seguramente estaba esperando que nosotros decidiéramos los sabores de nuestros helados, para cerrar el negocio e irse a su casa, a dormir con su mujer que lo esperaba en la cama, acostada boca arriba para así poder sentir más la brisa del ventilador de techo que se habían comprado pensando que así sería menos duro el verano en una ciudad tan alejada del mar y de las gaviotas, como Madrid.

Salimos de la heladería y a los pocos minutos caminábamos sobre un gran puente; al final se veía la catedral iluminada. Parecía un palacio. Sentí que tenía que decir algo.

- Sabías que ahí se casó el príncipe?

El día que llegué, había pasado por ahí con el taxi que me tomé en el aeropuerto y el chofer me había dicho mientras manejaba:

- Mira. Esa es la catedral de la Almudena. Allí se casó el príncipe con Leticia. La familia real no estaba muy de acuerdo con la boda porque ella es periodista y no de la nobleza; pero supongo que el amor todo lo puede; o no chavalete? Allí en Sudamérica tienen reyes y eso?


- No, no sabía pero tampoco me interesa. Sabías para qué es esto?

me preguntó mientras daba golpecitos con el puño cerrado sobre unos enormes paneles de un vidrio muy grueso. Tenían más de dos metros de altura y cubrían, de punta a punta, el lateral del puente-avenida por el que caminábamos. Miré al otro costado, había otro igual, paralelo. Tenían el logo del Ayuntamiento de Madrid, esmerilado. Miré hacia abajo. No había un río sino otra inmensa avenida que cruzaba la que nosotros pisábamos, perpendicularmente, quince metros más abajo.

- Hay tanta gente que se suicida desde aquí que el Ayuntamiento ha decidido colocar estos paneles. Pero en realidad no los ponen para que la gente no se mate sino porque los que van por debajo tienen miedo que les caiga un cuerpo sobre su coche mientras conducen. Ya ha habido varios casos. Los compañías de seguros no se responsabilizan por los daños y las familias de los suicidas, menos. Los abogados de las familias han denunciado al Ayuntamiento, argumentando que la dirección de obras viales ha construido un puente que estimula las tendencias suicidas de los madrileños…

Mientras ella me seguía comentando el caso, con precisión monográfica, yo miraba la avenida de abajo. Observaba los autos pasar, intentando recordar alguna canción de Suicidal Tendencies; una banda californiana de los ochenta de la que supe ser fanático en mi período adolescente-hardcore y que hoy está tan venida a menos que tocaron en el último Cosquín Rock. Hacía poco había leído que el antiguo bajista tocaba ahora en Metallica.

Pensé que Metallica ya iba por su tercer bajista. Jason Newsted, el segundo, había entrado a mediados de los ochenta para remplazar a Cliff Burton, el bajista original que había muerto en un accidente que tuvo el bus de la banda en Suecia, en la primer gira europea de Metallica. Todos querían ir en el asiento que le había tocado al cantante porque era en el que más se podían estirar las piernas. Para no pelearse, decidieron echarlo a la suerte por las cartas. El que sacara la carta más alta elegiría primero. Cliff sacó el as de piqué y se quedó con el asiento tan disputado. Era de noche y todos dormían cuando el chofer perdió el control del bus y tras patinar, comenzó a dar vuelcos. Cliff fue el único que salió expulsado y el bondi le cayó encima, aplastándolo con uno de sus laterales. Cuando recobraron el conocimiento, todos comenzaron a buscar a Cliff. Bajaron del bus pensando que quizás él no habría perdido la consciencia como ellos y había bajado caminando, unicamente mareado y con algunos cortes superficiales. Pero no, afuera del bus tampoco estaba y el baterista gritó de golpe:

- Lo veo! Está ahí abajo! El ómnibus lo está aplastando! Hay que sacarlo ya!

Pero entre ellos, el manager y los técnicos eran apenas diez personas y encima heridas. No pudieron hacer nada y tuvieron que esperar a que llegara la grúa y una ambulancia. Todos tenían la esperanza de que no fuera demasiado tarde. Mientras la grúa levantaba el bus para sacar el cuerpo de Cliff y llevarlo al hospital, se cortó el cable y el óminbus volvió a caer sobre su cuerpo. Cuando finalmente el cantante pudo abrazar a su amigo y sintió que su corazón no latía, aparte de una terrible culpa por haberle cambiado el asiento, dejó el cuerpo rojo tendido en el suelo y fue corriendo a golpear al chofer. Sino lo paraban sus compañeros lo mataba. El chofer atribuía el accidente a unas placas de hielo que se habían formado en la ruta por el frío y que habían hecho patinar al ómnibus. Esa misma mañana el cantante recorrió caminando varios kilómetros de la ruta buscando las placas de hielo y no encontró nada.
La gira se suspendió y unos meses más tarde la banda decidió que debían seguir tocando, que así lo hubiera querido Cliff. Convocaron a una audición, un casting de bajistas; al que se presentó Jason. Era diez años más jóven que el resto de los integrantes y Metallica era, de hecho, su banda favorita. Le temblaron las manos cuando le tocó su turno y James Hetfield y Lars Ulrich le dijeron:

- A ver, muestranos que puedes hacer con ese puto bajo...

Pensé que quizás algo similar hubiera sentido Maradona cuando se puso la camiseta de Boca por primera vez, en un partido de local contra Talleres. Maradona tenía ya veintisiete años y se tuvo que infiltrar para jugar; estaba a un sesenta por ciento. Aún así, le convirtió dos goles, de penal, al Chocolate Baley.
Entonces vi al cantante de Suicidal Tendencies, con su pañuelo en la frente, tomando mate atrás del escenario con el Chocolate Baley, mirando los pescadores en sus botes sobre el San Roque intentando sacar algún pejerrey.

A pesar de la hora, realmente pasaban muchos autos. Me imaginé manejando un Taunus y que un tipo se me cayera sobre el capot; el ruido que haría, el cagaso que me pegaría. O ir en el Citroën 3 CV beige que me regaló papá cuando cumplí 18 y que cayera sobre el techo de lona, que directamente pasara adentro. Caería sentado sobre el asiento trasero y, sonriendo totalmente ileso, como un personaje de una película de Chaplin, me preguntaría:

- ¿Adónde vamos?

Estaba pensando que adonde le podría responder que íbamos cuando escuché que Caterina dijo, mirando el cielo, algo de conquistar el mundo.

-¿Cómo?
- Eso Juan; que las gaviotas quieren conquistar el mundo.