No contesté porque yo sí la había visto, la noche anterior.
Lloviznaba. Mi tío no estaba en el departamento y aproveché para escuchar música fuerte. Había comprado una botella de agua tonica para mezclarla con el gin de mi tío. En un momento consideré cenar, pero luego de unos vasos se me fue el hambre; el espacio reservado para unos ravioles a la bolognesa ocupado por gin tonic. Mientras tomaba, escuchaba un compilado de shoegaze que me había venido de regalo en una revista de música. My Bloody Valentine, Jesús & Mary Chain, Lush. Afuera llovían gotas de agua; adentro, distorsiones de guitarras. Rasguidos plagados de flanger, reverb, chorus. En casi ninguna canción se podía distinguir claramente la voz. Era como un instrumento más; todo en el mismo tono. Capas y capas de sonidos, una encima de la otra. En el cuadernito del cd leí que el nombre del género no provenía de una característica netamente musical de las bandas que integraban el estilo; sino porque los integrantes de estos grupos en sus shows, solían tocar mirando para abajo, indiferentes a su audiencia; los ojos clavados en sus propios zapatos. De ahí el nombre. Con tantos efectos quizás tenían que mirar todo el tiempo las pedaleras, pensé.
Cuando se terminó el disco y la tónica, me dieron ganas de salir afuera. Pero llovía. El alcohol que ya hacía algo de efecto me envalentonó y pensé qué no habría mejor plan que bajar los 6 pisos que me separaban de la calle y caminar, bajo la llovizna, mirándome las zapatillas. Me puse la campera y salí. A los pocos metros ya me habia dado cuenta que mirar mis propios pasos era más interesante de lo que creía. Con los faroles reflejados en los charcos de la lluvia, se generaba un plano detalle muy lindo. Las luces temblando cuando mis adidas marrones pisaban el agua. Pensé que eso sería un buen recurso para el videoclip de una banda de shoegaze. Luego recordé que era un poco tarde para eso, que el shoegaze había sido un género tan efímero y noventoso como el grunge, como El Cuervo. A las pocas cuadras empezó a llover más fuerte. No tenía paraguas. Efectivamente la gorda dueña del Pepo había tenido razón cuando me había dicho:
- Es que nunca sabes como será con este clima madrileño de los cojones. Cuando parece que no va a caer ni una gota, llega el puto diluvio universal con Noé, su barca y todos sus jodidos animalitos dentro…
Vi la boca de una estación del metro y decidí refugiarme ahí hasta que parara un poco. Una vez adentro se me ocurrió que por un euro con cuarenta podría viajar por debajo de todo Madrid, hasta que parara de llover. Sería más divertido que quedarme ahí parado, mirando como la gente entraba y salía de los vagones, cruzaba el molinete. Me pareció una buena idea. Compré un ticket y me subí. Viajé desde Pirámides hasta Chueca. Había poca gente; por las ventanas no se veía más que paredes negras, algún caño. Además del paraguas, me había olvidado en casa el morral con el mp3 y el libro de Murakami que estaba leyendo. En definitiva, me estaba aburriendo. Decidí hacer la combinación con la línea celeste hasta Tirso de Molina, bajarme ahí. Quizás ya había parado de llover. Un yonqui dormía sobre unos cartones en la salida del metro. Cuando pasé al lado suyo, abrió los ojos.
- Oye…
- …
- Oye, tú!
- Yo?
- Sí, tú. Tienes caballo?
- Ah?
- Caballo chaval; que si tienes caballo?
Cuando cumplí diez años mis padres me regalaron una yegua. Era marrón y se llamaba Tostada. Yo le quería poner Mafalda pero ya venía con ese nombre y según mamá no se lo podía cambiar. La habían comprado barata porque ya había tenido varias veces cría y estaba media baqueteada. Ya casi ni galopaba. Junto con la Tostada también compraron un caballo blanco con algunas manchas marrones. Se llamaba Tobiano. Al Tobiano no me lo dejaban andar porque decían que no era lo suficientemente manso para mí. Según el que se lo vendió a mi mamá, había sido usado para llevar un sulqui y tenía la mandíbula mucho más dura que los caballos comunes. Una siesta, cuando mamá dormía, le puse un freno y, sin montura, me fui a andar. Duré menos de cinco minutos. Apenas le taloneé las costillas empezó a galopar y ya no lo pude parar. Aunque le tiraba el freno al máximo para atrás, ni se inmutaba. Ahí entendí lo de la dureza de la mandíbula que decía mamá que le había dicho el que se lo había vendido. El caballo corría conmigo arriba como si hubiera estado participando en una carrera en un hipódromo de Dallas y un estanciero de nombre Mc Wayne hubiera apostado un millón de dólares a él; cosa que el caballo, de alguna forma, sabía; al igual que sino ganaba esa carrera sería ajusticiado con perdigones despedidos de las escopetas de Randy y Josh, los dos lacayos de máxima confianza de Mc Wayne. El Tobiano me tiró junto al arroyo y caí de pera sobre la raíz de un ombú muy grande que sobresalía la tierra. Llegué a la casa caminando, con la cara ensangrentado, el brazo muerto. El Tobiano seguía galopando, como si le faltaran cien metros para llegar al disco. Mamá se había levantado y estaba en la cocina preparando el mate cuando me vio por la ventana. Papá, como de costumbre, no estaba. Salió gritando de la casa, me envolvió en un toallón y me subió al renault 12. Fuimos a la clínica de Villa Allende que era lo más cerca que había. Me sacaron radiografías del brazo y de la cara.
El médico de guardia que me atendió, dijo:
- La fractura de cúbito y radio no es tan grave como el desplazamiento de mandíbula. Por el impacto con la raíz, los maxilares del niño se han dezplazado notablemente hacia atrás. Por poco no llegan al tímpano. De ser así, el tímpano es perforado por los huesos, generando pérdida total del oido.
En definitiva, que casi quedo sordo por el desplazamiento de mandíbula que sufrí al caerme de un caballo que tenía la mandíbula demasiada dura para mí, por estar acostumbrado a remolcar sulquis. Mi pera se me había hinchado tanto que mi hermano me decía Tutankamón. A veces también me decía Cesar Banana Pueyrredón. Cada vez que me quería hacer enojar se ponía a cantar: “Conociendote, co no cien do teeee…” Después de eso papá, a quien no le gustaban los caballos, decidió regalar el Tobiano. También la Tostada.
- No disculpá, no tengo caballo.
Apenas lloviznaba. Subí las escaleras del metro y como si fuera uno de los ratones fans del flautista de Hammelin, caminé decidido hacia la plaza del frente a lo de Caterina.
Llegué hasta el banco donde había estado jugando con la hormiga aquella vez, donde me había tomado el yogur de durazno; donde el Pepo y la gorda se habían conocido cuando el perro le lamió la rodilla como si hubiera tenido leche derramada. Me senté sin darme cuenta que los listones estaban todos mojados. Me levanté de un salto como si eso hubiera hecho que me mojara menos; como si la tela de jean no fuera un material por el cual el agua viaja libre y rápidamente. Sobre que hacía frío, ahora tenía todo el culo mojado. Parecía que me hubiera cagado encima. Saqué unos pañuelos descartables del bolsillo de la campera y comencé a intentar secarme un poco la parte de atrás del pantalón. Torcía mi cabeza sobre mi hombro, cuando escuché el golpe que hacía la gran puerta del edificio de Caterina al cerrarse. Era ella.
6 comentarios:
no, jc, no.
desde mi humilde opinión.
...estaría bueno que se expongan los argumentos del humilde "no"...
...desde mi opinión, no tan humilde.
Yo soy el tipo de mujer que nunca quiso tener un caballo...
y que le gusta este capítulo.
¿De qué mierda están hablando?
ano 1: fantástica argumentación.
ano 2: me encanta q a veces gente (encima anónima) responda mejor de lo q hubiera respondido yo.
zeb: lógico. una zebra a caballo quedaría un tanto redundante y otro poco pornográfico. je. gracias x la buena onda, a pesar del abandono.
"edg": bienvenido mateo. de q habla quien? melina? de vos no, eso seguro...
Claro! Y a los que hacemos comentarios extensos, no nos respondés. ASí, No!(diriía Mirtha Legrand) ja
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