30.3.08

Las gaviotas quieren conquistar el mundo. Parte 3.


Dónde queda bien Trieste?


- Hola…


contesté, haciendo lo imposible para ponerme menos colorado que la gárgola de Flash que estaba congelada en frente nuestro, como si le hubieran sacado una foto con 2000 de obturación cuando iba corriendo a 340, 350 kilómetros por hora. Ella parecía no saber quien era Flash o que sí, pero que no le importaba, en lo más mínimo. Lo único que yo sentía que hacía era mirarme a los ojos, sin peajes, y sonreír. Sabía que debía decir algo, pero no qué.

Podría contarle de cuando mi papá me llevó a Corrientes con 8 años y pesqué un surubí que era casi tan alto como yo. Tengo fotos. Luego lo dudé al pensar si en España también le llamarían surubí al surubí. Tal vez no lo llamaran de ninguna manera porque en los ríos españoles no hay surubíes. Surubí, vaya nombre para un pescado… pensé.

Sino le podría contar que Brandon era hijo de Bruce Lee y que El Cuervo fue su última película, que el chabón se murió filmándola. Que en una escena donde unos mafiosos lo acribillan a tiros, y a él no le pasa nada porque en realidad ya está muerto y está de vuelta para vengar la muerte de su novia, una de las armas disparó una bala de verdad y lo tiró al piso. Que todos en el rodaje pensaron que la toma había salido muy bien y que estaban esperando que el director dijera

- Corten!

para festejar y aplaudir por la versomilitud de la escena. Pero Brandon no se levantaba, y no lo haría, nunca más. Le diría que murió en el hospital, horas más tarde, desangrado por el hueco que había hecho la bala en su abdomen. Que tuvieron que terminar la película sin él, contratar a un doble para las escenas que faltaban. Que nadie nunca supo como se mezcló una bala de verdad con las de fogueo.

Capaz vio la película, pensaba, cuando vi que sus labios dejaban de sonreír y una voz se escapaba desde adentro de su boca, como si ésta fuera la salida de una cueva que liberaba un sonido que venía desde muy lejos.

-¿De dónde eres?

Supe, con certeza, que era el acento más hermosamente italiano que había oído en mi vida, que oiría. Le respondí y, por educación; repetí su pregunta. Sólo contestó:

- Trieste.

Me sentí menos interesante que ella por haber mencionado el nombre de mi país y no el de mi ciudad, como ella. Luego pensé que eso no habría servido, que ella pensaría que yo era español y que tendría que decirle que no, explicarle que en mi país había otra Córdoba, que había sido bautizada así porque Jerónimo Luis de Cabrera se había sentido en Andalucía cuando caminaba por la Pampa de Achala.

- Pareces perdido…

Me reí suavemente, afirmando su hipótesis. Interrumpió mi tímida risa preguntando:

- ¿Puedo perderme contigo?

Aunque la pregunta me sonó cursi, le sonreí. Todavía no me había dicho que se llamaba Caterina. Era tan bella que, juro, dolían los ojos al mirarla. Y ella parecía ser consciente de esto, de ese poder; con todo lo que eso implica cuando dos personas de diferentes sexos se conocen y comienzan a socializar. Desde cerca los hoyuelos de sus cachetes se notaban aun más.

- Claro… hace falta que tire el mapa?
- Mmm, no. guárdalo. Por las dudas...

Ella había llegado dos días antes que yo y aunque su país quedaba mucho más cerca que el mío, también caminaba por Madrid por primera vez. Sentí que efectivamente ya teníamos algo en común y eso me alegro. Saber que estábamos en la misma situación. Que eso relajaría un poco la tensión. Al menos la mía.

Caminamos hasta que se hizo de noche y me preguntó si estaba cansado, sino quería que nos sentáramos a descansar.

- No, no estoy cansado pero nos podemos sentar igual. Bah, como vos quieras…
- Pues yo sí lo estoy…

Nos sentamos, frente a frente, en el banco de un parque.

- Dónde queda bien Trieste?
- Cómo donde queda bien? Trieste queda bien adonde está.
- Perdón, dónde queda Trieste?

Ahí me enteré que queda al noreste de Italia, entre Venecia y la frontera con Eslovenia; ese país donde sus padres la llevaban de vacaciones cuando era bambina, donde todo era mucho más barato, como pasa por lo general en los países apenas logran escaparse del socialismo. Mientras me decía que aparte de lo de los precios, el Mediterráneo ahí es más azul y ya no se llama Mediterráneo sino Adriático, sacó una etiqueta de Camel de su bolso. La abrió y sacó un cigarrillo, algo que parecía un caldo de gallina y un encendedor. Me entregó el caldo y el fuego, como asignándome una tarea; como si fuéramos compañeros de banco en quinto grado, y yo le hubiera pedido la goma y la regla y ella estuviera esperando a que yo las usase, para volver a guardarlas dentro de su cartuchera, como su mamma le había explicado que tenía que hacer si le pedían prestado algo, mientras le armaba la cartuchera, la noche anterior al primer día de clases.

- Ya están todos los útiles dentro de la cartuchera. Recuerda que puedes prestarlos, pero los entregas en la mano a quien te los pida, aguardas a que termine de usarlos y los vuelves a guardar en la cartuchera.

Era más oscuro que un caldo de gallina. Tal vez sea de carne, pensé. Me lo llevé a la nariz y deduje que no habría forma de hacer una sopa con eso; o que sí, pero sería espantosa. Ella me miraba mirar el caldo, olerlo; como si fuera un elemento que hubiera venido de otro planeta . Levanté la mirada cuando escuché lo que parecía un estornudo abortado. Se esforzaba por contener su risa. La miré con cara de circunstancia. No estoy seguro cual es la cara de circunstancia pero supongo que era con la que yo la miraba en ese momento. Su risa fue mutando a una sonrisa, como mostrando que mi inocencia le despertaba ternura.

- Dame eso niñato, tú desarma el cigarro…

Estaba por quebrar el pucho a la mitad cuando nuevamente me miró y me dijo, con tono de reproche:

- Así no. Así, mira…

Dejó el caldo y el encendedor sobre el banco y me quitó el cigarrillo. Lo agarró por el filtro y lo puso verticalmente, sacó su lengua perforada con un aro de bochitas turquesas y le dio una suave lamida con la punta, desde el filtro hasta el fin; como si probara un nuevo sabor de helado. Lo dio vuelta y me mostró la parte humedecida.

- Ves?

Con su saliva había logrado una prolija línea mojada en el papel, que cruzaba el cigarrillo verticalmente, de punta a punta.

- Luego tiras de aquí y… magia.

Tomó el extremo mojado que estaba en la punta del Camel y lo tiró hacia abajo. Parecía estar comenzando a pelar una banana. Lo dio vuelta y me mostró. El cigarrillo tenía una perfecta grieta vertical de un medio centímetro que dejaba ver todo su tabaco adentro, aun apelmazado.

Recordé la camiseta de Platense, aunque ésta tuviera la raya marrón horizontal. Pensaba si alguna vez algún jugador de Platense habría abierto un cigarrillo así y si lo había hecho, si habría también considerado la analogía con la camiseta que vestía cuando salía a la cancha a enfrentar a Ferrocarril Oeste o Deportivo Español. Que, en las concentraciones, el nueve se escapaba de su habitación a medianoche y bajaba en chancletas y jogging marrón y blanco al bar del hotel a fumar un pucho, a escondidas del director técnico y del cuatro, que era medio buchón. Me imaginé el nombre del programa de radio de un grupo de hinchas convencidos de que Platense es el sexto grande: "Ser calamar hoy".

- Ahora así es más fácil y más prolijo, ves?

Y abrió el cigarrillo a la mitad como quien abre una mandarina, un higo maduro. Cada uno de sus movimientos tenía la certeza que tienen los de los magos que se contratan para animar un cumpleaño infantil o una cena show para un contingente de jubilados que veranea en Las Termas de Río Hondo.

- Para el siguiente truco voy a necesitar un voluntario. A ver cual es abuelo más valiente...

El pucho quedó totalmente abierto sobre su mano y el tabaco, prolijamente sobre el papel que ya no formaba un cilindro, sino una pequeña alfombra blanca para el tabaco. Puso su mano libre sobre la otra y pasó el tabaco de una a la otra. Me acordé de mi abuela Memé mostrándome como hacía la tortilla de papa, el olor a cebolla dorada en la cocina de su casa de Tanti.

- Ahora tenés que poner la tapa sobre la sartén y darla vuelta lo más rápido posible, sin dudar.


- Tenme esto…

me dijo entregándome el tabaco suelto y quitándome el caldo que yo intentaba amasar como si fuera plastilina marrón oscura, supongo que para sentirme menos inútil. Con su otra mano agarró el encendedor que estaba sobre el banco y comenzó a calentar el caldo. Le daba un poco con la llama y luego apretaba la parte calentada con sus dedos; desarmándola, desgranándola. Una vez que ya parecía caca de oveja molida, la comenzó a mezclar con el tabaco.


4 comentarios:

g dijo...

A veces deseo tanto estar en tus cuentos. tanto, tanto... tanto como hoy.

eljuansa. dijo...

a veces pienso que sos el sexto grande, jotacé.
otras, que tenés menos aguante que la banda de platense.
pero siempre tengo la impresión de que te da lo mismo, total escribís para ellas.
lo bien que hacés.

bzt: dijo...

el lateral..por derecha!! te dice todo...
un abrazo hno.
p.d. muy buen relato...se me pianto el lagrimon.

jc dijo...

g: si así lo sentís, tas.

e: las 3 cosas son correctas, amigo.

b: gracias x ser mi asesor literario-futbolístico, hnito.