16.1.07

Nicanor

publicado en "Lecturas de Verano" de La voz del Interior.

Unos días antes de julio, Nicanor se murió. Así, sin advertencias, o al menos no con alguna que yo pudiera advertir, dejó de vivir. Una mañana me levanté, fui a la cocina y lo vi acostado frente a la heladera, como hacía siempre en invierno. Prefería ese lugar a mi cama las noches de más frío porque aprovechaba el calorcito del motor que salía de abajo. Yo quería soda fría. Le pedí a Nicanor que se moviera, sabiendo el poco caso que me haría.
- Michi, correte.
El gato ni siquiera se dignaba a dirigirme una mirada en señal de respuesta; era toda una oda a la indiferencia pero pensé que eso no era nada sorprendente en el universo de los gatos quienes, a diferencia de los perros, no prestan atención a menos que sea por algún interés personal o en este caso, felino.
- Michi correte… repetí.

Me costó abrir la heladera. No sé como, con tan sólo unos minutos despierto, intuí que el notable peso de la puerta estaba dado por la cantidad de botellas de cerveza que siempre se me acumulan en los estantes de abajo. Botellas marrones semi vacías, botellas con sus etiquetas mal arrancadas, botellas traslúcidas con cerveza sin gas que no sé para qué guardo si al final nunca tomo. Había tan sólo una caja de leche, abierta y seguramente cortada. Ni me acordaba cuando la había comprado. Luego de mirar la caja por unos segundos e intentar, en vano, recordar el desayuno en que la había estrenado, mis ojos cruzaron al otro lado de la puerta. Allí estaba el perecido Nicanor. Cerré los ojos despidiendo un largo suspiro y pensé: esto es un sueño, en unos minutos me voy a despertar en mi cama y Nicanor va a estar durmiendo a mi lado; ronroneará cuando le pase la mano por el lomo y jugaremos un rato, como todas las mañanas; ay como te quiero Nicanor.

Abrí los ojos y no estaba en mi cama; Nicanor no dormía a mi lado, Nicanor no ronroneaba. Apoyé mi frente sobre el brazo que descansaba en la puerta de la heladera abierta y volví a bajar los párpados. No tenía ganas de contemplar la escena, de ver la leche podrida, de ver el cadáver de mi gato, duro, arqueado. Pensé que Nicanor se perdía la leche cortada por muerto y hasta casi se me escapa una risa.

Comencé a pensar si tenía bolsas de residuos para sacarlo a la calle o tendría que llevarlo colgando de las patas por el ascensor como si fuera un cazador que baja de los Pirineos con una hermosa corzuela albina como trofeo. Recordé a mi abuela que siempre me decía que uno debe saber que busca en la heladera antes de abrirla porque sino se pasa demasiado tiempo con la puerta abierta lo que hace que el frío se escape y así el motor gaste más electricidad para volver a alcanzar los ocho grados en los que el abuelo regulaba el termostato previo consultarlo con el manual de instrucciones el cual aconsejaba que ésa era la temperatura ideal.
- ¿Me querés hacer el favor de cerrar la puerta de esa heladera de una buena vez? decía mi abuela Memé.

Yo seguía sin abrir los ojos, sin hacerle caso a mi abuela; intentando ordenar los eslabones de los procedimientos a seguir ante la muerte de una mascota.

Recordé la tarde en que no encontré a Colita al regresar del pre jardín. Mamá me había dicho que se había ido al cielo de los conejos donde sería mucho más feliz que en el patio de casa. Mi hermano Federico me dijo esa misma noche desde su cucheta que papá lo había pisado sin querer al entrar el Regatta al garaje y que después lo había revoleado a través de la tapia al baldío de al lado de casa.

La heladera habría perdido tres o cuatro grados cuando volví a abrir los ojos y volví a ver la leche y a Nicanor. No sé porque pensé que los dos, tarde o temprano, despedirían olor. El olor a la leche podrida ya me era un tanto familiar, el de felino muerto aún no. Intenté imaginar el olor de Nicanor en cinco, seis días. Pensé si todos los gatos en estado de putrefacción olerían igual o si tal vez habría leves diferencias dependiendo de la raza. Me costaba creer que esa espantosa gata marrón que solía aparecer por mi balcón para histeriquearle a Nicanor olería al morir igual que un siamés de ojos celestes alimentado con hígado de faisán; pero por otro lado sentía que, en cierta forma, eso sería un acto de justicia, de socialismo post mortem.

Metí la caja de leche y a Nicanor en una bolsa del Nuevocentro en la que venía la camisa espantosa que me regaló mi tía Lila para una navidad. Una camisa verde oscura de mangas cortas que sólo uso los domingos que voy a comer ñoquis caseros a su casa. Llamé el ascensor y mientras lo esperaba barajé la alternativa que quizás Nicanor no era feliz conmigo, que tal vez se había suicidado. Mientras bajaba pensé que mamá nunca me había hablado del cielo de los gatos, que tal vez Nicanor vaya al mismo que Colita, que allí se conozcan. Quizás hasta se hagan buenos amigos. Imaginé, volando por los aires rumbo al baldío, el cadáver de Colita aplastado por el Regatta.

Yo no revolearía a Nicanor.

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1 comentario:

Anónima dijo...

no se que hacer primero....si reirme o llorar.....TE ADORO!!!!*