21.5.06

Buen día

A Taina


I

De alguna forma, logró quedarse solo con ella. Se sentaron sobre el césped, acto que los dos hacían regularmente en sus países y que allí extrañaban. Esto no se lo dijeron, pero, de alguna manera, los dos lo intuían. Cerca de ellos, una fosa llena de agua y, al acabar, una muralla que terminaba dando origen a un castillo indescriptible: Osaka-jo. Aunque de la muralla colgaba un cartel que decía “no fishing”, y su equivalente en japonés, un japonés pescaba como si nada. Él se sacó las zapatillas para poder percibir la textura del césped y así sentirse un poco menos urbano, ella realizaba osadas piruetas a su alrededor con una armonía tal que sorprendía a él y a todo transeúnte. Como si fueran pocas las cosas que le gustaban de ella, ahora hacía algo como esto. Es una caja de Pandora, pensó él. Taina: una hermosa y finlandesa caja de Pandora.

Decidieron buscar el bar más barato de la zona para cenar antes de regresar a sus casas. Como ella estaba albergada en lo de una familia japonesa tuvo que llamar a su okasan[1] para avisar que no iría a comer. Él tan solo compartía departamento con un amigo húngaro quien no tenía por qué esperarlo. La carta del bar estaba escrita con kanyis[2], así que pidieron lo único que pudieron leer: pizza. En las paredes del local habían pegado, a modo de decoración, portadas de vinilos de bandas glam estadounidenses de fines de los 80, principios de los 90. Mötley Crue, Bon Jovi, Poison. Él recordó a su hermano mayor. Ella desconocía la mayoría a pesar de que hacía años que se había mudado de Helsinki a Nueva Jersey. El vaso de cerveza costaba 600 yenes por lo que luego de cenar decidieron continuar bebiendo en algún otro lugar.

Compraron un vino californiano en una estación de servicio y, casi por instinto, caminaron nuevamente hacia el parque del castillo. Llegando, se encontraron con dos problemas: ella necesitaba hacer pis urgente y él no tenía sacacorchos. Al pasar por la puerta de otro bar, ella no dudó en entrar a pedir el baño, sabiendo que eso no se le niega a nadie en Japón y mucho menos a un extranjero. Él rezaba que a alguien se le hubiera caído un destapador justo allí y miraba todo a su alrededor buscando algún objeto que lo ayudara, sabiendo que contaba con pocos minutos para intentar abrir el vino con lo que fuera, sin hacer el ridículo frente a ella. Sentía pánico de que esa carencia infectara el mágico clima que se venía gestando hasta entonces. Intentó hundirlo con el dedo pero abortó cuando éste se tornó violáceo. Apoyada contra la baranda del puente que tenía a sus espaldas, divisó una bicicleta abandonada. Apenas llegó a Japón se sorprendió al ver tantas bicicletas abandonadas en las calles, pero con el tiempo se acostumbró. Un amigo japonés le había explicado que en su país está muy mal visto comprar cosas usadas, por lo que los negocios de segunda mano casi ni existen; por eso, si alguien se compra una bicicleta nueva, simplemente deja la vieja olvidada por ahí. Se acercó y con la palanca del freno empujó el corcho hacia adentro. Se manchó el jean; igual sonrió. Cuando ella salió del baño lo encontró apoyado contra la baranda del puente, tomando vino del pico. Se acercó hacia él sonriendo, le quitó la botella y se llenó la boca de uvas. Ni siquiera le preguntó cómo había logrado abrirlo.

Se sentaron nuevamente cerca del castillo, esta vez más arriba, en la pirca de la fosa. Ella le habló sobre unos recurrentes sueños con delfines, sobre el azul profundo de los lagos y cielos de Finlandia que tanto echaba de menos, sobre lo enferma que consideraba a la sociedad japonesa. Por momentos, él miraba con tanta atención sus labios que perdía el hilo de lo que ella iba diciendo. El castillo se erigía perfectamente iluminado frente a ellos y a cada minuto parecía más bello. Tomaban vino mientras se enamoraban. Luego él comprendería que ella sólo tomaba vino. En un momento ella miró el reloj y comentó que el último tren estaba por pasar, que debían apurarse. A él no le importó lo del tren y hasta le hubiera gustado que ya hubiera pasado o que nunca se hubiera inventado el ferrocarril. A la mierda con la revolución industrial, pensó. Frente a ellos, el Osaka-jo. Atrás, el pequeño abismo de la fosa, no más de 25 metros que parecían más de 52. Como cada vez que miraba desde las alturas, él pensó en el suicidio y comentó algo al respecto. Ella aseguró no temerle a la muerte y legitimó el suicidio alegando que era un acto de voluntad propia. Agregó que el sufrir por el suicidio de un ser querido es una actitud egoísta porque, en realidad, se sufre por uno mismo, por la ausencia de esa persona en la vida de uno y no por la persona muerta. Ella le mostraba ese mundo que él tanto creía conocer, desde otro lado. Él no lo podía creer. Al concluir una frase se cruzaron las miradas, esta vez sin palabras. Ella aplaudió, como marcando un punto final, y dijo “¡kaerimashó!”[3], mirando el reloj y calculando cuánto tiempo faltaba para el último tren. Él deseó un paro general más que cuando cursaba el cuarto año de la secundaria y no había estudiado para el examen de álgebra lineal.

Comenzaron a caminar, algo ebrios, rumbo a la estación. Notaron cuán poco conocían Osaka y cuánto más difícil era orientarse en esa ciudad de noche, con alcohol en las venas. A diferencia de él, ella sí hablaba japonés y tras preguntar un par de veces lograron llegar a la estación de Kyobashi. Una vez allí, el regreso a Hirakata, el pueblo donde ambos vivían, era sencillo.

El tren volvía colmado de la última tanda de oficinistas rumbo a sus hogares. La mayoría, más ebrios que los occidentales. El aire, viciado, con olor a alcohol. No encontraron asientos libres así que viajaron parados, uno al lado del otro. Él aprovechó la situación para acercarse más, pero ella dio un giro que la situó de espaldas a él. Cuando él creyó que esto era un acto de rechazo descubrió, felizmente, que se equivocaba. Ella retrocedía de espaldas, permitiendo que ambos cuerpos se sintieran. Él no podía ver su cara, igual la conocía de memoria. Apoyó la frente sobre su nuca, la boca en la parte posterior de su cuello, la nariz hundida en su pelo. Sintió su perfume una vez más, por primera vez desde tan cerca. Le corrió el pelo, dejando su cuello desnudo y, por segundos, se olvidó que lo miraban decenas de ojos rasgados. Luego lo recordó, pero rápidamente volvió a olvidarlo. Comenzó a mover sus labios sobre el cuello de ella hasta que los movimientos se transformaron en pequeños besos. Ella parecía permitirlo todo. Él no pudo evitar pensar en el novio de ella e imploró a todos los dioses del sintoísmo que ella no hiciera lo mismo. Fue ladeando su cara, buscando la de ella. Ella lo dejaba avanzar, como un equipo de fútbol que juega al contraataque. La nuca se transformaba en mejilla en el momento que los altavoces del vagón anunciaron la llegada a una importante estación. Allí se bajó suficiente gente como para que él, por vez primera, odiara el hecho de que hubiera asientos libres.

Se sentaron, apoyaron sus cabezas contra la ventana y luego una con la otra. Antes de dormirse, él pensó cuánto le gustaría estar sentado en el asiento frente a ellos para observar desde afuera este cuadro y creer que son una pareja que viene de cenar en un bar hindú, donde festejaron su segundo año de novios mirándose a los ojos durante horas y donde ella aceptaba la invitación para que esas vacaciones fueran juntos a alguna isla del mar Andamán, al sur de Tailandia, donde el agua del océano es mucho más cálida y esmeralda que en Villa Gesell o Helsinki. Él se despertó un par de estaciones antes de Hirakata y pasó algunos minutos mirándola. A pesar que no se veían sus ojos verdes, dormida parecía más linda todavía. Sabía que si volvía a dormirse perdería su parada. Volvió a dormirse.

Abrió los ojos en Kuzuha, la estación de ella, un par de paradas después de la suya. La despertó con un beso cerca de la boca, sintiendo en la comisura de sus labios, la de ella. Se bajaron. Ella bostezaba; él pidió acompañarla hasta su casa, sabiendo que si no volvía en ese momento no conseguiría tren de regreso. No le importó. Caminaron por una ancha avenida y en un momento, luego de dudarlo mucho, él la tomó de la mano. Ella aceptó y él le dio una importancia cósmica a este acto. Al sentir su piel en contacto con la de ella, tuvo ganas de estar junto a ella siete, ocho años más. Imaginó los hijos que engendrarían. Qué rasgos de él heredarían y cuáles de ella. Pensó en sus nombres: Cristóbal y Mar. Luego supuso que tal vez ella sugeriría un nombre en inglés, o finlandés. Intentó imaginar un nombre en finlandés. No lo logró. Caminaron cerca de una hora. Hablaron de drogas. Ella le contó sus experiencias con ácidos y él se sintió un niñato por sólo haber probado marihuana. Igual él ponía atención a cada palabra que salía de su boca, mientras disfrutaba enormemente el hecho de tener sus dedos entrelazados con los de ella y, sobre todo, lo que esto simbolizaba. Cruzaron una plaza y él se sorprendió cuando ella se detuvo de golpe. Estaban frente a su casa.

Ella mencionó que su otosan[4] debía de estar muy preocupado por la hora y que debía entrar rápido. Buscó las llaves en su bolsillo, apoyó sus labios durante dos segundos sobre los de él y dio media vuelta. Él se quedó en la vereda, estático y confundido, como sin entender bien que estaba pasando, mientras ella entraba a su casa. Cerró los ojos por unos segundos, intentando retener la sensación de sus labios pegados a los de ella, y trató de recordar si había percibido su aliento. Se quedó con la cabeza gacha, mirando sus zapatillas sucias.

Al respirar hondo, descubrió que hacía mucho más frío del que creía. Levantó la cabeza, miró nuevamente la casa, notó que una luz en el segundo piso se encendía. La imaginó entrando a su habitación, sacándose capas de ropas. Se ilusionó pensando que pensaría en él. La imaginó abriendo la ventana de su habitación, haciéndole señas para que subiera. Él treparía a la medianera para luego colgarse del caño del desagüe. Una vez allí y, apoyándose en la reja, podría acceder a la ventana de ella, quien le extendería su brazo para hacerlo entrar por allí. Él caería sobre ella, ambos reirían. Ella apoyaría su dedo, formando una cruz con los gruesos labios de él, diciendo: “No tenemos que hacer ruido, otosan todavía está despierto...”. Él la miraría a los ojos desde distancias ínfimas y por fin sentiría más que su aliento. El tatami[5] quedaría tatuado en la espalda de los dos y él debería escapar antes de que su okasan entrara por la mañana sonriendo, cargando una taza sin asa llena de té verde y, diciendo con voz de mamá artificial: ¡Ojaio gozaimas[6], Taina san!”.

Al mirarlas bien descubrió que, aparte de sucias, sus zapatillas ya estaban algo descoloridas. Decidió que la próxima vez que fuera a Osaka, definitivamente compraría esas Adidas azules que había visto en oferta. Se sintió estúpido al dar media vuelta y aplaudir diciendo “¡kaerimasho!” como había hecho ella un par de horas antes, junto al castillo. Desde su boca no sonaba igual.


II


Al mirar hacia delante se encontró con un mundo nuevo y desconocido. Comenzó a caminar por donde creía haber venido, pero sentía que había demasiadas posibilidades de equivocarse. El vino recién comenzaba a evaporarse de su cabeza. Recordó a Hansel y Gretel, se identificó con ellos; con la exasperación que genera no encontrar el camino de regreso a casa cuando es de noche y se está solo. En su terrible impotencia se le ocurrió mandar un mensaje de auxilio al teléfono celular de su compañero de departamento, solicitando ayuda. Su amigo le sugirió que buscara la estación de trenes. Eso le pareció una buena idea y se avergonzó de no haberlo pensado antes. Se sintió un poco más tranquilo al encontrar nuevamente la ancha avenida y más aún cuando vio una especie de oficina con luces prendidas que iluminaban un cartel que decía "koban"[7]. Esa palabra la había aprendido en el vocabulario de las profesiones. Golpeó la puerta un par de veces, nadie respondió. Pensó que tal vez había habido una fuga de gas allí dentro y que todos los uniformados habían muerto. O tal vez los presos hubieran hecho un motín, asesinado y decapitado a los policías. Intentó imaginar un japonés decapitando a otro, pero le costó. Luego recordó una película que había visto de niño en televisión. Una película sobre la segunda guerra mundial donde se mostraba a los japoneses como si fueran monos amarillos a los cuales no les importaba explotar su avión contra sus enemigos aliados. Si pueden hacer algo así, tranquilamente pueden cortarle la cabeza a otra persona, pensó. Probó el picaporte. La puerta no tenía llave. Entró. Comenzó a aplaudir tímidamente mientras decía "sumimasen"[8] hasta que, al cabo de un minuto, se abrió una puerta y apareció un policía despeinado, refregándose los ojos. Intentó explicar su situación y segundos más tarde apareció otro policía, seguramente curioso al escuchar alguien que hablara tan mal el japonés. Su plan era apelar a la empatía: trasmitir lástima a los oficiales y aprovechar la increíble gentileza nipona para que lo llevaran a su casa en un patrullero. Esto no ocurrió. No logró hacerse entender; quizás no lo quisieron entender. Los policías, somnolientos, le mostraron un mapa y se la pasaron señalando puntitos de un lado al otro del plano. No entendió absolutamente nada. Agradeció a los policías y volvió al frío de la calle.


Siguió caminando por la avenida y cuando descubrió que el efecto del vino lo había abandonado por completo, respiró hondo y comenzó a mirar a su alrededor buscando algún punto de referencia que lo ubicara. Tenía la esperanza que ahora, sobrio, las cosas mejoraran. Lo único que descubrió fue que era la primera vez que se encontraba en una situación como ésta, donde absolutamente nada le era familiar y apenas podía leer, con dificultad, uno que otro cartel. Pensó en sentarse a fumar un cigarrillo y a esperar que pasara algo, pero no tenía tabaco y sólo fumaba cuando estaba borracho, en fiestas. Sintió ganas de llorar y, sin saber por qué, recordó las mermeladas de ciruela colorada que solía hacer su abuela materna cuando la temporada era buena y había fruta en exceso en los árboles de su jardín. Lavaba las ciruelas, les sacaba el carozo y llenaba una gran olla Essen, agregando la mitad del peso de la fruta en azúcar. “A fuego lento, siempre a fuego lento…”, repetía mientras revolvía la olla con un cucharón de madera.


Ya más lúcido, pensó que si encontraba la estación de trenes, podría dormir allí hasta las seis, hora en que comenzaban a funcionar los trenes. Sabía cómo se decía tren en japonés, con esa palabra le bastaría para llegar a la estación. A todo esto, su amigo húngaro, preocupado, le seguía mandando mensajes al celular preguntándole sobre su paradero, consulta que a él le hubiera encantado poder responder.


Entre tantos negocios cerrados y oscuros, un bar abierto le hizo acordar a esas casas donde dejan la luz prendida del baño toda la noche. Adentro no había ni un cliente. Sólo un empleado joven cargando las heladeras con gaseosas y cerveza. Decidió entrar a comprar algo para calentarse, esperanzado en que el empleado, que aparentaba tener una edad similar a la suya, también hubiera cursado inglés como asignatura obligatoria en el secundario. Él había escuchado en su clase de antropología oriental que los japoneses entienden el inglés, pero que les da vergüenza cometer errores y por eso no se animan a hablarlo. Igualmente, a través de señas y su limitadísimo japonés, creyó comprender cómo llegar a la estación. No estaba lejos. El capuchino lo calentó un poco y al terminarlo, tiró el vasito en un basurero de la estación. Se sintió afortunado de saber al menos, por primera vez, dónde estaba. Buscó su celular para mirar la hora y descubrió que no eran alrededor de las cuatro o cinco como él suponía, sino recién pasadas las dos. La angustia aumentó aún más cuando vio que no había en la estación ni un lugar dónde refugiarse y que el frío tendía a aumentar. Se sentó en el suelo y apoyó su espalda contra las máquinas expendedoras de tickets, pero a los minutos sintió que su cuerpo se enfriaba más todavía y se paró. Se resignó a caminar y comenzó a hacerlo por una calle paralela a las vías del tren. Pensó que así no habría forma de perderse y que, como seguía el recorrido del tren, tarde o temprano, llegaría a Hirakata. De repente descubrió que la calle comenzaba a abrirse, abandonando el paralelismo. Consideró caminar por las vías, a pesar del peligro que esto significaba, pero descubrió que era imposible: las cercaba un alto alambrado para evitar que los suicidas continuaran saltando frente a los maquinistas.


Se sintió increíblemente desafortunado, cansado, sin esperanzas. Decidió regresar a la estación pensando que, una vez allí, caminaría en círculos hasta que comenzaran a funcionar los trenes. A lo lejos oyó el ruido del motor de un auto. Rogó a dios que fuera un taxi y cuando el auto dobló en la esquina, y vio que efectivamente lo era y que estaba libre, prácticamente se tiró encima para frenarlo. El taxi se detuvo. Él abrió la puerta y antes de subirse preguntó cuánto le costaría el viaje hasta Hirakata. “Roku sen yen[9], contestó el taxista. Sus ojos perdieron todo el brillo previo mientras cerraba la puerta, desde el lado de afuera, diciendo “Arigató[10].


El taxi desapareció y él se sintió como suponía que se podía llegar a sentir un náufrago que ve, desde su isla desierta, un barco que pasa de largo. Se replanteó si había valido la pena lo que había logrado con ella para padecer esto. Pensó que la situación no podría ser peor, pero a los segundos se arrepintió al razonar que en cierta forma era afortunado porque esto le sucedía en Japón y no en algún suburbio de Bombay o en Villa El Libertador. Caminaba intentando imaginarse cuánto más desesperado podría sentirse en esos lugares cuando de repente descubrió, apoyada contra el alambrado de un arrozal, otra bicicleta abandonada. Recordó la bicicleta con la que, unas horas antes, había abierto el vino mientras ella hacía pis o se acomodaba el flequillo en el baño del bar. Le pareció que eso había sucedido hacía mucho más tiempo. Volvió a mirar la bicicleta. Su estado era deplorable, pero en las gomas aún quedaba algo de aire. No tenía asiento y la cadena, al traccionar, hacía un ruido que parecía que iba a despedazarse en cualquier momento, en mil pedazos. Pero funcionaba. Miró a los costados asegurándose que nadie lo veía, se subió y comenzó a pedalear. A los pocos minutos comprendió mejor por qué la bicicleta estaba abandonada; aún así era mucho mejor que caminar. A cuanta persona se cruzaba le preguntaba cómo llegar a Hirakata. Luego se reiría al imaginar la situación invertida: un japonés a las cuatro de la mañana, en Argüello, montando una bicicleta destruida y preguntando, en un pésimo español, dónde queda Barrio Maipú.


Milagrosamente logró llegar a destino luego del esfuerzo sobrehumano que implicó pedalear, sin sentarse, en esa bicicleta durante más de una hora. A pesar que la odió durante todo el recorrido, sintió algo de lástima al abandonarla en la plaza de la esquina de su casa. Mientras caminaba hacia el departamento miró al cielo que ya no era negro como cuando tomaban vino junto al castillo, cuando la miraba entrar a su casa, cuando entró en la comisaría, en el bar. El ruido que hizo al sacarse las zapatillas junto a la puerta despertó a su amigo húngaro quien, desde el futón y sin levantar la cabeza de la almohada, dijo con voz de dormido: “Buen día…”.





1) Madre. 2) Caracteres chinos. 3) Regresemos. 4) Padre. 5) Entrelazado de paja que, en forma de alfombra, cubre el suelo de las habitaciones japonesas. 6) Buen día. 7) Policía. 8) Disculpe. 9) Seis mil yenes. 10) Gracias.



1 comentario:

Anónimo dijo...

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