21.5.06

la ventana

Una fría tarde del año pasado caminaba por baires con Falco y Pía.


I
Caminaron largas cuadras por la Santa Fe buscando un lugar donde almorzar. Al consultar en un par de locales se dieron cuenta que debían alejarse de esa avenida si pretendían comer por menos de quince pesos. Falco estaba antojado de comida china y Pía se contentaba con un café con leche al lado de un tostado. J no tenía mayores pretensiones, eran las cuatro de la tarde y aun no había desayunado. Doblaron en Marcelo T y a lo lejos se leía un cartel: “restaurant chino - confitería”.
Poco o nada les importó que fueran los únicos en el bar. Afuera hacía demasiado frío para abril y el solo hecho de estar en un ambiente cálido los contentó. El local era como un largo pasillo. Al fondo estaba la barra, en frente los baños. Se sentaron en la otra punta, junto a la ventana “para ver la gente pasar” dijo Falco. Pía seguía sumida en una especie de autismo nostálgico, quizás el hecho de que fuera lunes haya influenciado en su estado. Falco había ido a presentar "00" al Centro Cultural España-Baires por lo que no paraba de hablar por teléfono; J tenía tanto hambre que ni percibió que necesitaba hacer pis cuanto antes. Trajeron la carta pero exigía tal esfuerzo elegir un plato entre tantos que J y Falco terminaron apuntando con el dedo el “menú-sugerencia” exhibido en el pizarrón que ponían en la vereda para seducir a los transeúntes pero que ya habían entrado para cambiar los precios para la cena. “- y para beber?” preguntó roboticamente el mozo. Pía pidió su café con leche de memoria y los demás agua con y sin gas respectivamente. A ambos les trajeron agua “finamente gasificada” lo que llevó a J a hacer un mal chiste sobre un punto gaseoso intermedio entre sendos pedido. Pía se levantó y mientras Falco seguía usando su celular J perdió la noción del tiempo mirando las personas pasar frente a la ventana. Intentaba adivinar, por sus ropas, adonde se dirigian. De repente comenzó a sentir algo realmente incómodo dentro y descubrió que aún no había ido al baño desde la mañana, al mismo tiempo que Pía regresaba de éste y se sentaba junto a él nuevamente. J le pidió que por favor se levantara así podía salir y ella lo miró con cara de “boludo, ¿tenías que esperar a que me sentara para pedírmelo?” Al levantar J la vista, la distancia que lo separaba del baño le pareció kilométrica.
Mear después de tanto tiempo fue una sensación tan fuerte que J sintió como si ingresara en un trance zen. Podía sentir el pis bajar desde distintas partes de su cuerpo con fuerza y confluir todos los canales en su pelvis. Por momentos perdió la noción del tiempo. Volvió a abrir los ojos cuando ya caían las últimas gotas. Graficó mentalmente la escena que estaba protagonizando y le dio vergüenza el sólo hecho de pensar que ocasionalmente podría entrar otra persona al baño y descubrirlo en ese cuadro, incluyendo a Falco. Mientras cerraba su bragueta realizó un racconto mental de la cantidad de actividades que había realizado con sus manos desde su ducha matinal (ya eran casi las cinco) y determinó que era indispensable lavarse las manos. Se miró al espejo y, mientras apretaba el dispenser del jabón, intentaba autoconvencerse de que no era tan rojo el color de sus iris. Luego de unos segundos advirtió que el dispenser solo contenía aire. Vaciló renunciar al lavado pero recordó a su abuela diciéndole que en el dinero había muchos microbios. Salió del baño y le pidió al mozo jabón. El empleado lo miró con una cara tal que lo hizo sentir increíblemente ridículo por pedir lo más normal del mundo. El mozo entró a la cocina y un minuto más tarde volvió con una jabonera azul traslúcida que le hizo pensar a J que probablemente se la había robado del vestuario al cocinero que se llamaba Mario y que seguro era gordo y peludo. Abrió la jabonera y sacó el jabón tratando de imaginárselo a Mario lo menos posible. Colocó sus manos bajo la canilla esperando que el agua cayera ya que el pico tenía un sensor automático. La canilla hizo ruido pero el agua no cayó. Creyó estar haciendo algo mal por lo que estudió y examinó la canilla desde todos los ángulos, sin éxito. Ya resignado decidió recurrir nuevamente al mozo. “-che, no hay agua…” dijo un poco con vergüenza ya que sentía que habían grandes posibilidades de que estuviera haciendo algo mal. “-ah no, no hay…” dijo muy naturalmente el mozo mientras secaba y acomodaba los pocillos sobre la máquina de café. La mirada de J fue tal que el mozo se sintió obligado a resarcirlo de algún modo. J simplemente no podía comprender por que mierda no le había brindado esa información cuando le pidió el jabón. El empleado sin duda percibió de algún modo la ira de J porque a los pocos segundos le ofreció un botellón de cinco litros de agua mineral nestlé que dificilmente haya contenido agua mineral nestlé. Finalmente J volvió a enfrentarse con el espejo y sus ojos. Mientras lavaba sus manos con el jabón de Mario y el agua nestlé ponía marcado interés en observar como esa espuma jabonosa y oscura se desprendía de sus manos, dejando de ser parte de él para siempre, contrastando con el blanco de la bacha. Cuando reaccionó prácticamente había acabado el botellón de agua. Se sintió un poco culpable y decidió dejar un poco por si venía alguien. Había pasado más tiempo del esperado dentro del baño y entró en pánico al imaginar a Falco comiendo de su chop suey. Mientras caminaba hacia la mesa, instintivamente se rascó el ojo derecho llevándose directamente a éste una considerable parte del jabón del cocinero que había quedado aprisonado bajo su uña por economizar agua del botellón. Regresó a la mesa lagrimeando y mucho más tarde de lo esperado. Pía parecía no haber tenido en cuenta su prolongada ausencia y Falco se sorprendió al verlo allí como si se hubiera olvidado que estaba en el baño, de que estaban por almorzar juntos y que horas antes habían conversado en el Malba spbre la notable diferencia estética de las obras de Berni a través del tiempo y de la belleza de la serie Juanito Laguna. “-¿Qué pachó?” preguntó el gordo al ver su ojo lagrimear. J prefirió obviar lo acontecido.

II
Estaban hablando del inusual frío que transitaba las calles cuando Pía pareció despertar y dijo señalando la ventana “-chicos miren, otro famoso…” (esa mañana se habían cruzado con la mujer de De La Rua en Callao) Ambos miraron para afuera esperando encontrarse con Spinetta o Sábato y de repente vieron un pelado desagradable bajarse de un Duna base celeste opaco. “-¡Juan! ¡Juan algo!” dijo Falco excitado a lo que J contestó “-Naboletti boludo, ese es Naboletti”. El tipo cruzó la calle y tocó el timbre en el portero de en frente.
La comida china llegó sin palitos. Los reclamaron pero igual comenzaron a comer con tenedores. Los platos suscitaron en ellos un notable interés por lo que se abocaron a ellos como si no existiera otra cosa en el mundo. Ya estarían cerca de la mitad de las porciones cuando de repente J miró hacia fuera y descubrió que el pelado seguía esperando junto al portero, muerto de frío. “-¡Juan Aguirre!” dijo con cierto convencimiento a lo que Falco respondió meneando la cabeza horizontalmente, sin levantar la vista del chop suey. La dejó fija por tres segundos mientras parecía buscar un arito entre su arroz salteado con pollo hasta que prácticamente gritó “-¡Acosta boludo, Juan Acosta!” Los tres se miraron y sonrieron felizmente en señal de aprobación. Juan Acosta continuaba esperando a esa persona que parecía haber muerto en el ascensor mientras bajaba a abrirle. Falco bromeó con que J fuera a pedirle un autógrafo y a ambos le causó gracia el sólo imaginarlo. Por fin se abrió la puerta del edificio y salió una señora con su hija que tenía cara de Natalia. Las dos saludaron al pelado Acosta y él señaló el Duna base celeste opaco. Cruzaron la calle cargando un bolso, parecía pesado. Acosta abrió el baúl y metió el bolso dentro mientras las mujeres subían al auto. Cerró la tapa del baúl fuertemente y los tres comensales se sorprendieron al ver ésta rebotar. Esto ocurrió varias veces pero Acosta no se extrañaba y realizaba este acto con mucha naturalidad aunque con marcada fuerza, cansado de esa cerradura. Al quinto o sexto intento logró su cometido y con una semi sonrisa subió al auto y arrancó. El Duna desapareció de vista y los tres se quedaron intentando asimilar la escena. Volvieron a sus platos como quien retoma un dibujo cuando por el costado izquierdo de la ventana aparecieron dos doceañeros pegándose trompadas en la cara. Los tres abandonaron nuevamente su comida y se miraron entre ellos intentando buscar una explicación que sabían no encontrarían. Intercaladas con las trompadas se gritaban insultos que nadie oía. Finalmente intercedió en la escena un tercero en discordia separándolos y recordándoles cuan amigos eran como para pelearse así. Los tres desaparecieron nuevamente por el costado izquierdo de la ventana, casi abrazados. Juan Acosta ya iría por Once.

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